Escribo Illa en la pantalla y el ordenador coloca tres palotes idénticos y luego una “a”, difícil de leer y carente de significado.
Pero Illa, Dios lo perdone, es el Dr. Death del Vallés. Todos sus desasosiegos curriculares están bajo la asechanza del espectro y las caninas, como un vudú de huesos en Meyba, y los tres palotes parecen tres muescas en un ataúd de pino o en la culata de un colt del Lejano Oeste.
Le miro el gesto al gafapastas, en la tribuna o en el plasma, y el lóbulo derecho me conduce al pescante de una carroza funerala del XIX, con sus libreas y bombines, y el izquierdo a una oscura oficina de la Stasi en la RDA o al antedespacho del Presidium, como si se hubiese escapado de la serie “Chernobyl” de la HBO… Magnífica serie, por cierto, en cuya reflexión final los guionistas se preguntan sobre cuál es el precio de la mentira. Y se responden: la muerte. Y el ministro, otra vez lo borda.
Salvador Illa fue nombrado ministro de Sanidad por el mismo motivo que dirigió nueve meses la productora audiovisual que parió “Las tres mellizas”: ninguno. Tal vez aquellas tres mellizas eran los tres palotes de su apellido en mi pantalla, pero en aquel parto se le murió la criatura y se regresó a su pueblo, La Roca del Vallés, para filosofar y anticiparse a las pandemias. No en vano la Productora catalana se llamaba Cromosoma y se fue al garete, con Illa de director gerente, al morir su fundador y no poder afrontar las deudas.
Por fortuna para Illa, ahora es el Estado quien asumirá las deudas de su manera de administrar la crisis como una fosa común o un pozo sin fondo, pero a este paso el resultado puede ser el mismo de entonces. El barquinazo y la ruina, además de rellenar las morgues de España como no se recordaba desde la guerra de nuestro abuelos.
Antes de eso había sido alcalde de su pueblo, cargo al que accedió desde la Concejalía de Cultura también por fenecimiento repentino del legítimo titular de su partido, como una mala sombra.
Ya no sabe uno si Illa es un gafe de Sabadell o un ángel exterminador con trompetas que recorre el mundo como un jinete del Apocalipsis que disimula poniendo cara de seminarista o de pagafantas.
A su padrino Iceta, que es el paradigma de los seguidores del Sálvame de “rojos y maricones” de jotajota en Telajinco, también le gustaría tirarse al suelo como Jorge Javier después de un griterío y unos despendoles con el dancing, pero su ahijado en el Gobierno de Sánchez le ha dejado mudo y con la sangre helada, como si se le hubiese aparecido la Pantoja cantando Els Segadors, un fantasma en bata de cola, o un esqueleto con gafas.
El mérito de Illa, que rima con mascarilla, es, ya lo dije, que siendo catalán no sepa llevar las cuentas ni de los PCR que ha devuelto ni de los muertos que se le arraciman por toda España. Falta saber el tanto por ciento de cuota partidista que se ha llevado el vecindario en todo este negocio.
Casi el mismo día de su toma de posesión, el ministro dementor ya tenía encima de la mesa ciento siete avisos con campanas con el remite de la OMS anunciándole lo que se le avecinaba. En aquel mismo momento pudo haberle sugerido al Lebron James de la Moncloa cambiarle el nombre al Ministerio de Sanidad por el de Sepulturas.
En lugar de eso, comenzó a grabar muescas por cada fallecido en la mesa del despacho y hoy parece un viejo mueble arañado por una manada de pangolines y de gatos.
A estas alturas, el colectivo sanitario le desprecia con un entusiasmo incendiario, como odia la tropa a sus coroneles y alféreces provisionales (de esto hizo la mili) más ineptos y tramposos. Los abuelos que le están sobreviviendo no le olvidan y le temen como a una vara verde, como a una pesadilla, que les rima con los tres palotes.
Illa es un señor gris perla, con cara de luto pero sin crespones y gesto de nada, que anuncia el cortejo fúnebre de España disfrazada de Tánatos por culpa de su inepcia, su ineficacia y su torpeza.
Desde un Ministerio vacío de competencias ha asestado el golpe de la muerte a la Economía de España. Hace falta tener mucho talento.
Pagará por ello…, espero.
He dicho.