El Tico-Tico

 

Aquellos guateques. Aquellas tardes-noches en las que el caserón del abuelo se inundaba de secretos, de pasiones y de placas. El tocadiscos, con su piloto rojo parpadeando, a orillas de la ventana. La mesa con los cubatas, los refrescos y los pinchos, a medio camino entre la boda y el bautizo, engalanada y puesta con toda la delicadeza pegando a la pared en un rincón de la sala. Mas lo que de verdad importaba estaba sobre las baldosas rojas y blancas: la pista.

Aquellos guateques de fin de semana en los que el caserón de dos plantas del abuelo, de por cima de la estación de ferrocarril, se convertía en un hervidero de sensaciones entremezcladas, en un maremágnum de suspiros recién salidos de corazones aún blandos. El tocadiscos lanzando al aire los éxitos del momento. La larga y estrecha mesa arrinconada, repleta de la vianda multicolor servida en platos de loza ilustrada y bandejas de alpaca. Mas lo que de verdad interesaba estaba fuertemente agarrado a las baldosas rojas y blancas: la pista.

Aquella pista, en donde se daban cita todas las flechas de Cupido y temblaban las piernas de quienes se acariciaban por vez primera, donde se crecían y esmeraban los que del amor ya ejercieran y eran como los espejos en los que los demás se miraban, donde el arrobamiento se hacía eco de un ceremonial electrizante, no al uso, único. Bailarines de lujo, bailarines con las mejores galas: ellas, con las rebecas descansando en los hombros y con sus faldas plisadas; ellos, con sus pantalones blancos y los niquis de rayas… 

Aquellas tardes-noches en las que el Tico-Tico se bailaba.

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