En esa insólita joya editorial de nuestros días titulada “El infinito en un junco”, de la profesora aragonesa Irene Vallejo, que recoge la invención y desarrollo de la lengua escrita en el mundo antiguo, se relata la historia del emperador chino Shi Huandi, a comienzos del siglo III a.C. (palito-palito-palito para la ministra Belarra), quien ordenó la quema de todos los libros anteriores a su llegada al poder para hacer que la Historia comenzase con él: “Pretendía abolir el pasado porque sus opositores lo invocaban en añoranza de los antiguos emperadores”, dice.
Cita a propósito de ello, por supuesto, el Farenheit 451, la novela de Ray Bradbury, aquella distopía en la que los bomberos no estaban dedicados a apagar fuegos sino a la quema de libros prohibidos, lo que condujo a que comunidades secretas de fugitivos buscaran refugio en los bosques y en los pantanos para memorizar clandestinamente obras enteras que permitirían algún día su reconstrucción.
Repasando el siglo XX (equis-equis, Ione; o sea, veinte) lo de Farenheit CDLI (temperatura a la que arde un libro, ¿lo pillas, ministra?) no parece tanto una fantasía futurista, salvo en los detalles, sino más bien una metáfora -y no mucho- de lo que sucede con cualquier totalitarismo, más si de izquierdas, porque estos aspiran a ser de muy larga duración cuando no a eternizarse.
El esfuerzo de estas tiranías afecta no sólo a la literatura disidente en poesía o en prosa, sino también, como ahora vemos, a los libros de Historia e incluso a los textos legales, pues no hay un intento cierto de modificar las circunstancias ni la realidad cuando el comunismo sustituye la normativa vigente con cualquier extravagancia u ocurrencia estrafalaria, sino que su principal objetivo es lapidar y clausurar el pasado y dejarlo sin efecto sobre el presente.
Para ello precisa no sólo proclamar un nuevo marco de relaciones, sino prohibir el anterior para borrarlo con carácter retroactivo y desactivarlo ad futuram, condenado al ostracismo mediante una ruptura que persigue y multa a quienes sientan la nostalgia de un tiempo pasado mejor.
Convencidos de que para que surta algún efecto se necesita comprar mucho tiempo por delante, casi la perpetuidad, estos visionarios recalcitrantes del comunismo tienden a anquilosarse en el poder “por el bien común” y mientras que sus promesas sólo producen miseria, mugre y represión, sus dirigentes se procuran un acomodo bien recompensado que les cubra el riñón, lejos de las ‘incomodidades’ devastadoras que su revolución conlleva.
Esta gente aún no ha aprendido que el tiempo no logra borrar el sentido común ni la añoranza de libertad del ser humano.
No lo consiguió la URSS en 70 años, ni el PRI en 90, ni la Cuba castrista en 61 y ni siquiera la China comunista en ocho décadas, pues el anhelo del arquetipo quijotesco por sentirse en libertad no se apaga nunca a pesar de los esfuerzos del colectivismo y de las tiranías de estos impostores, que deshacen marcos normativos como con una tea y los sustituyen por cualquier aberrante y caprichosa teoría enunciada por indocumentadas como las que pueblan el Ministerio de la Marquesa de Galapagar, incluidas las niñeras con sueldos de secretarios de estado o de director general.
No muy diferente a la tarea del emperador Shi Huandi es, por ejemplo, la ley de Memoria Democrática, cuya intención obvia es la de borrar el pasado, ya que la intención de destruirlo es un imposible que quizá no esté al alcance ni siquiera de los dioses.
Como un remedo de ello, o un sustitutivo, al sanchicomunismo le alcanza con seguir expoliando otros 20.000 documentos del Archivo de Salamanca para que el hipertrofiado soberanismo catalufo falsee su pasado y lo imponga en el imaginario de su bochornoso sectarismo.
El libro de Irene Vallejo recuerda también la figura de Eróstrato, un tipo incapaz de proeza alguna pero ansioso de alcanzar notoriedad que ideó un plan para lograr su objetivo. Una noche se introdujo en el templo de Artemisa, en Éfeso, una de las siete maravillas del Mundo Antiguo, y prendió fuego al mismo arrasando a la vez todas sus riquezas y su inmensa biblioteca sólo por alcanzar, según confesó, convertirse en el centro de atención durante unos ‘minutos’ de fama a costa de su infame capacidad destructiva.
Las autoridades de la época prohibieron revelar su nombre bajo amenaza de muerte para negarle que cumpliera su afán, pero todos los historiadores recogieron su negra y nefasta hazaña.
Desde entonces, dicha patología pueril, propia de un concursante de Gran Hermano o de La isla de las tentaciones, es conocida en la psiquiatría moderna como el síndrome de Eróstrato, pero bien podría denominarse a partir de ahora como el síndrome de Pedro Sánchez o de Pablo Iglesias.
He dicho.
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