El PSOE de Paracuellos

Por si aún no se han percatado, antes de que el Bachillerato arroje la primera hornada de muchachos ‘educados’ (es un decir) bajo la Ley Celáa con todas las asignaturas aprobadas mediante decreto, la inmensa mayoría de la juventud estará convencida de que Pedro Sánchez fue un tipo que le ganó la guerra civil a un tal Francisco Franco, al que nunca vieron en “La isla de los famosos” ni en “MYHYV”. Claro que también pensarán que Napoleón fue un jugador del PSG antes de que llegaran Neymar y Messi.

Y ese es el objetivo de la Ley de Memoria Histórica, la cual, para mayor escarnio, ahora pretenden redenominar y agravar bajo el enunciado de “Memoria Democrática”, como lo demuestra el hecho de que cuando algún curioso del Parlamento Europeo ha tenido la desfachatez de bajarse al moro de Madrid para contemplar in situ las fosas de Paracuellos haya exclamado algo parecido a: “¡Oh, Dios mío, la que lió Franco!”.

Hubo que explicarle al majadero que lo que estaba contemplando, los más de ocho mil muertos automatizados en la masacre, esa sistematización del asesinato por meras razones ideológicas, tan similar a la de los campos de exterminio nazi y de los steplag soviéticos (por aquel entonces Lenin se había cargado a seis millones de paisanos y Stalin le multiplicó la cifra luego por tres en apenas unos años) fueron obra directa, autorizada y consentida por el mismo partido de Pedro Sánchez y de Marlaska. O lo que es lo mismo, por el mismo partido de Rodríguez Zapatero, de Odón Elorza, de Patxi López, de Gabilondo o de Susana Díaz…, por citar algunos nombres.

Sí, es cierto que el PSOE se “refundó”, con Felipe González y Alfonso Guerra, para asimilarse a otro momento muy distinto de la Historia, como también hizo el PP, que abandonó hasta las siglas de partida, para evitar confusión con los fundadores de AP y la UCD a los que por edad les hubiera tocado algún papel en aquellos lejanos años .

Sin embargo, lo del PSOE de Felipe y Guerra fue un interregno durante la Transición, o un espejismo, en el que los españoles quisimos olvidar las razones de “los hunos y los hotros”, en expresión unamuniana, e incluso aceptamos compasivos que Santiago Carrillo se hiciese el tonto cada vez que se le preguntaba por la responsabilidad personal en aquella matanza perpetrada durante meses con un mecanicismo que alcanza a compararse con el de las oleadas hutu contra los tutsi.

España abandonó el duelo (en cualquier sentido), entró en fase de perdón y de concordia por el bien de todos o habrían tenido que despellejar a tiras al obsecuente Carrillo y a la olvidadiza Pasionaria, como habrían podido hacerlo con el soldado Marcelino Camacho o con Dionisio Ridruejo, que pasó de dirigir los servicios de propaganda de Falange a las filas del PSOE en apenas unos años.

Aquel PSOE, el de Francisco Largo Caballero, que presidía el “Desgobierno” de la República en aquel momento, con un ministro de la Gobernación (Interior), el socialista Ángel García Galarza, que se lamentaba en un mitin en Valencia de no haber podido asistir a la ejecución del líder de la oposición, José Calvo Sotelo, secuestrado y asesinado por la guardia personal de otro responsable del PSOE, Indalecio Prieto, no merecería otra cosa que figurar en los libros de Historia como parte de la ignominia angustiosa de los criminales.

Con esos mimbres, ya me contarán en qué condiciones está el partido de Sánchez y parecidos secuaces comunistas, anarquistas y terroristas de entonces para poner en marcha otra Ley de Memoria que no sea la de recordar los enjambres de asesinos que cada noche durante varios meses arrojaron a la fosa común a cientos de varones (unos trescientos de ellos menores de edad) hasta alcanzar los casi 9.000 cadáveres, una cifra superior a la de desaparecidos en Argentina durante la dictadura militar, además de torturar, violar y robar a las mujeres que se acercaban a preguntar por sus familiares, que habían sido secuestrados, torturados y luego conducidos ante un pelotón de salvajes desde las cárceles madrileñas.

Majadera es la ignorancia del parlamentario europeo antes referido, pero es peor aún la ceguera y el seguidismo cómplice voluntario de los intelectuales de izquierdas, que prefieren callar la realidad y obedecer las consignas hasta llegar al oprobio de aquel Jean-Paul Sartre al que le preguntaron al final de sus días por qué no había denunciado los crímenes del stalinismo en los años 50 cuando fue consciente de lo que sucedía: “Para no defraudar a la clase obrera”, eructó el muy cínico como un amago de disculpa.

He dicho.




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