Haciendo uso de la parte alícuota del poder del que dispongo como medio de comunicación y que me atribuye el vicepresidente del gobierno, por encima incluso del suyo (dixit), puedo prometer y prometo que Pablo Iglesias es un perfecto impresentable.
O por mejor decir, es el más perfecto, exacto, infecto y circunspecto impresentable que haya conocido la política española desde la Edad de Piedra, esa misma hacia donde nos pretende conducir. Y ya hemos superado en el viaje hacia atrás en el tiempo a Montesquieu y nos aproxima a las cercanías de la Edad Media.
Sánchez, que parecía tonto cuando lo “compramos”, cuando en realidad lo suyo era sólo una patología, aunque irrecuperable, supo ver al menos que ni él ni los españoles podríamos dormir tranquilos con ese muchacho que no ha superado todavía la fase anal y de egolatría impúber y que se niega a verse en el espejo como lo que es, un alfeñique que quiso haber nacido en el corpacho de un matón de feria, un Peter Pan que se resiste a crecer, un adolescente con afanes de perpetuarse en la insustancia de una edad que no le corresponde…
La animosidad y el énfasis que imprime a cada ocurrencia y a cada simpleza le delata como el pésimo actor de cabaret que aburre al respetable si no es tratando de epatar con una salida de tono, a destiempo, que sobreactúa, imposta el gesto, amenaza, cuenta chistes de caca y pedos, se saca un moco, frunce el ceño y ensaya como si tirara de pistola para imitar a su admirado Ché Guevara, que no pasa de ser en su imaginario un héroe de la Historia, aunque la Historia, con sus siglos y milenios, tampoco pasa para el Marqués de ser un cómic.
En diacronía es fácil observarlo evolucionar de un día para otro o de un minuto a otro como si cambiase de viñeta. En un momento es Mortadelo y en el recuadro siguiente aparece transformado en sabandija o en farola de tres brazos.
Habla a menudo como un curita cínico o libidinoso, con la impostura de los verdugos o de los majaderos, y un instante más tarde te escupe por la comisura del colmillo una bravuconada de revolucionario de opereta o te suelta una pretenciosa reflexión destemplada y ominosa con la que se diría que pretende cambiar el curso de la Historia cuando en realidad daría, como mucho, para un spot publicitario de colonias hormonadas: “En las distancias cortas es donde un hombre se la juega”. O así.
Se dirige a la concurrencia con el paternalismo exacerbado de los déspotas y de los salvadores de la patria, tan rancio por dentro como en sus maneras, tan felizmente irresponsable de todo lo que enuncia como de cuanto calla o esconde bajo sus alfombras.
Iglesias es un Rasputín de barrio que debió leer las mismas novelas de El Coyote que leyó su abuelo mientras se inspiraba para escribir loas de lamebotas al dictador amoroso que le redimió de sus pecados criminales y le salvó la chepa después de haber participado en una secuencia de asesinos y justicieros lamentables, alumbrados por una orgía de estalinistas semianalfabetos que sembraban el terror con la despreocupada actitud de quien se pasea con un palillo de dientes entre los labios.
Cuando se pretende enjundioso, equivoca las citas y los autores o prefiere mencionar apenas cosas de los libros de texto leídos a la carrera, como memes o pancartas, y el resto lo deduce y se lo inventa, de forma tal que empieza en Gramsci y acaba en Maquiavelo sin ningún orden ni concierto.
Pintarrajea frases manidas y oprobiosas en la pizarra del Congreso y esculpe gesticulaciones de bribón de serie B sobre el mismo escenario en el que platicaron Cánovas, Castelar o Mateo Sagasta. Lo de Pablo Iglesias es una agresión incesante hacia sí mismo, una oscuridad sin retorno, que sólo aspita a enquistarse como una garrapata en cualquier costura de la democracia.
Tiene vocación de diva, pero no canta; anhelos de futbolista estrella que no se mueve del sofá; trabaja poco o nada y se atusa los mechones por apartar las moscas que le revolotean la cabeza.
Vuelvo a Sánchez, que es la viva imagen invertida en el espejo de Pablo Iglesias (igual de adolescentes, narcisistas los dos hasta el delirio, igual de tramposos) cuando dijo hace un año, por estas fechas, cuando la pandemia ya corría silenciosa entre los documentos de la policía de Marlaska y en los altos despachos de la OMS:
– “¡O progresamos todos o me encargaré de que aquí no progrese nadie!…”, eso dijo.
Y dicho y hecho, porque cuando dijo “todos” se refería a todos los de su gobierno. De los demás ya se han encargado en comandita, para que sólo progresemos en una deuda pública insolente, inasumible, arrasadora y en un desempleo irreversible, estructural y endémico que nos dejará exhaustos y al borde del colapso guerracivilista.
Agárrense que vienen curvas.
He dicho.
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