El pecado capital de los españolitos

Llevo años queriendo encontrar una expresión más o menos genérica, pero a la vez precisa, que explique y resuma ese empeño, ese afán tan español, de arremeter contra lo propio.

Hay algo suicida y por ello tal vez inexplicable, incentivado sin duda por la envidia, nuestro pecado capital según Fernando Díaz-Plaja, pero que no se agota ni se acota con sencillez.

Tiene mucho, me parece, de iconoclasia estéril, que en algunas culturas en las que encontré algo parecido, relacioné a veces con una creatividad extrema, lo que les permite destruir o enterrar sin cariño alguno excelencias del pasado en la soberbia creencia de que serán capaces de generar algo tan brillante como lo arrasado.

No me tomen con demasiada precisión cuanto expongo y traten de entender lo mejor que puedan lo que digo, porque, repito, llevo años ensayando y no encuentro una explicación ni los términos exactos. Y aun así, lo intento.

Hay en esa actitud una falta de generosidad extrema, no sólo hacia el adversario sino con “el otro”, sin conocerlo, pero también guarda alguna clase de parentesco con la deslealtad y con un desmesurado sentido del ridículo que conduce al abandono y a la cobardía en cuanto atisban una debilidad que les pueda salpicar o exija de ellos alguna justificación.

Tiene, por supuesto, mucho de esnobismo, porque enseguida se engrandece, se aplaude y se vitorea, lo mismo a un ladrón que a un santo, a un torero que a un patán o a un caudillo, pero igual de rápido se cambia de bando y se le apedrea al menor desliz, al menor descuido. Es, sí, la despreciable sensación del goce que a muchos les produce “hacer leña del árbol caído”.

Miren a Enrique Ponce o contemplen al rey Juan Carlos, pero más que a ellos observen a esa marabunta que ensordece y acalla cualquier argumento. Atiendan a esa horda de navajeros y vecindonas y vean cómo huyen todos ellos, cómo se sacuden el prepucio en las cortinas y escupen a barlovento hasta que les cae el gapo en su propio ojo…, momento que aprovechan para multiplicar su desmesura culpándoles de todas sus desgracias pasadas y hasta de su sencilla insignificancia actual: “¡Ay, si no hubiera sido por ellos, yo sería mucho más grande…!”.

Mal país España para que luzca y se respete la presunción de inocencia. A la menor habladuría, salen como lobos, no por la bravura, sino como manada, porque en eso consiste el juego, en despedazar en grupo, por colleras, a la rehala.

No se necesitan argumentos propios ni decentes, mejor con el colmillo de otro, envenenado y retorcido, al que poder echar la culpa de la vileza propia si vienen mal dadas o cambian las cartas de mano.

Créanlo que no es cuestión de ricos ni de pobres, aunque quien tiene plata o alcanza el éxito, véase Amancio Ortega, lleva todas las papeletas para ser lapidado por la jauría de impíos e indecentes, con frecuencia analfabetos funcionales y analfabestias, pero siempre gente miserable y despiadada. Razón de más para aconsejarle que se invente una enfermedad sobre sí mismo.

Tampoco es asunto de derechas ni de izquierdas y en todos lados cuecen habas, aunque es verdad que entre los comunistas de hoy en día es que no falla el estilete ni la enjundia desproporcionada de tanto escalofrío desalmado. Incentivo que a buen seguro les alimenta la derrota histórica que acumularon en una guerra que perdieron porque se la infligieron a sí mismos.

No necesitan, ya digo, información ni conocer la historia, les basta la propia mala leche que acumulan y a la que yo, les confirmo, suelo denominar sin esperanza alguna de acierto… “el rencor social”. Y más todavía si alguien les regala una gorra de plato.

No sé decir mucho más de todo ello, aunque resulta fácil reconocer que a menudo todo esto se hace compatible con un carácter orgulloso, valiente y compasivo en grados de delirio extremo que produce fogonazos sublimes que lo hacen todo aún mucho más incomprensible.

Un pueblo de gañanes y marqueses capaz de gestas extremadas, de coraje y valentía, a veces de una solidaridad abrumadora y que combina todo ello con lo más execrable de las hienas, resulta ininteligible para quienes nos observan y hasta para nosotros mismos.

Tipos y tipas que reventarían al adversario y le sacarían las higadillas por defender a un rey absurdo o el escudo nobiliario que les acaudilla en un momento dado, pero que se mearían en los siete sabios y en los clavos de la puerta de la catedral de Burgos cuando el capricho se les enciende como una mecha.

Los mismos millones de españolitos que recibían con fragor y devociones la llegada de un dictador en cada plaza son los que ahora aplauden o se encogen de hombros cuando trasladan el fantasma de sus huesos.

Gente arbitraria y caprichosa capaz de soportar sobre sus hombros las columnas de Hércules y conquistar el mundo pero que le arrancarían con sus propios dientes el escroto a un primer ministro que ordenase recortar las capas y el chapeu de brega.

Todo se andará y los encumbrados de un momento pueden acabar un rato más tarde emplumados en un pilón de piedra. Cuidado con el mamoneo de las mascarillas y del virus, les advierto, porque en el menor desliz algunos se pueden jugar algo más que el cargo. El rencor social de este país se acumula desde hace siglos, es inexplicable y no tiene remedio. Y, sobre todo, no atiende a lógica alguna ni a razones.

¡Menuda tropa!

He dicho.




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2 Comments

  1. José María Arenzana: que razón tiene y qué bien lo dice! Toda esta miseria de muchos españoles subyace falta de cultura que se traduce en educación! Hoy en día no se respetan las formas que son tan importantes para la convivencia. Lo vemos en el Parlamento donde, nuestros políticos, han bajado de categoría personal

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