El nuevo rico y gente de una clase más baja que la nuestra…

En cierta ocasión, un senador republicano de Florida explicó de manera muy eficaz a su auditorio: «¿Saben por qué razón los gobiernos intentan gravar el éxito con más impuestos? Por la misma razón que Jesse James robaba bancos: porque es donde está el dinero”, dijo. A nadie se le ocurre gravar fiscalmente el fracaso, porque es pegarse un tiro en el pie y otro en el otro pie…

El premio de intentar hacerse rico, incluso desde las instituciones, puede alcanzar para asar una vaca con billetes de 500 euros o para comprarse una mansión con piscina mientras propones el cierre de los locales de carretera con lucecitas de colores. Otros mandan al chófer a comprar polvos mágicos, según gustos, mientras hacen declaraciones pomposas y absurdas sobre el cambio climático.

Pero lo que molesta a las izquierdas no son los ricos, ya que también ellos aspiran a serlo, sino la riqueza. Cuando un progre habla de estas cosas prefiere referirse a la “desigualdad” antes que a la pobreza, aunque, como señalaba el otro día Maurizio Carlotti, eso no acredita preocupación alguna por los pobres sino que expresa la envidia y el rencor social que les consume. El problema, en todo caso, como enunció en su día Margaret Thatcher, es que “el socialismo termina cuando se acaba el dinero de los demás”.

Llegados a ese punto, el único motivo de preocupación para un zurdo es la visibilidad de su riqueza, impedir a toda costa que nadie les identifique como tales, ya que siendo todos pobres nadie tendrá referencia de su situación salvo por las condiciones de vida del vecino o por un tiempo pretérito que se pierde en el olvido. Y los cubanos saben mucho de esto tras casi 60 años de dislocado viaje comunista hacia ninguna parte.

No obstante, en la sociología minúscula de las nuevas castas, recién llegadas, subyace casi siempre la figura aparatosa del “nuevo rico”, o la “nueva ricachona”, cuya presencia se adivina desde lejos y enseguida se postula para sustituir y equipararse en el papel couché, sólo que le añade una pulsión hortera, un alarde de mal gusto y una vulgaridad incendiaria.

El desclasado es un sintomático común de una patología cuya españolidad arranca al menos de los Austria, aunque alcanzó una síntesis casi perfecta en la película “Lo que el viento se llevó”, cuando la co-protagonista, Escarlata O’Hara, puso por testigo a Dios de que nunca volvería a pasar hambre a la vez que arrancaba las cortinas de la gloria pasada para fabricarse un vestido con el que aparentar la posición que había perdido y para simular ante los otros que debía figurar en el Gotha de los elegidos.

Así de cruel es el tiempo con los miserables obcecados que olvidan de dónde salen y que sienten el arrebato de mostrar a la plebe que tienen el derecho a ser ricos a costa de cualquier cosa. Es decir, para el “nuevo rico”, la ostentación es una manera de huir de sus orígenes y contiene la insana intención de perpetuarse como tal por derecho propio.

El incólume Pablo Iglesias lo reveló de manera precisa cuando aún no había alcanzado el poder pero ya estaba ungido por una lluvia de millones de las petronarcodictaduras de Venezuela e Irán al referirse a un bribón que quiso llevarse una mesa de mezclas de una reunión con sus colegas, al que definió como “un lumpen de clase obviamente más baja que la nuestra”… Toda una confesión de facto, más que una declaración de intenciones.

Lo bueno es que el engaño y la manipulación permanente en la que viven permite adivinar con escaso margen de error que cuando condenan o demonizan algo es sólo porque aspiran ellos a protagonizarlo. Así, cuando el marqués de las cloacas hablaba de los ricos y los pobres, así como de los frugales sueldos de la gente común, expresaba con meridiana claridad que su misión primaria era penetrar en el círculo de los que arrancan las cortinas y regalan relojes caros a la parienta. Y cuando exclama plebeyeces innombrables contra la Monarquía, resulta obvio que lo que pretende es colocarse él mismo en un trono que le corresponda con afán hereditario a lo que él llama “mis hijos”, a los que introduce desde el subconsciente sin venir a cuento en esa carrera improductiva hacia el snobismo.

La cuestión, por tanto, es que todas las demagogias de estos combatientes ejemplifican y se anteponen a sí mismos en cualquier logro. Les basta salir ellos del rincón oscuro personal para señalar que el mal ha sido vencido, sin importarles si han logrado algo o no en beneficio de la sociedad que les permitió escapar de su situación de partida. Les basta acaudillar con su biografía la aventura tramposa.

Lo curioso es que las izquierdas (cuanto más extremas peor) parecen no darse jamás por enteradas de los asertos de la realidad y prefieren empeñarse en sus idolatrías, en sus mitos y leyendas, que les hacen refundar a base de palabrería hueca cada cierto tiempo una vana ilusión que no sólo no han demostrado nunca, sino, antes al contrario, los hechos le han desmentido con sangre, sudor y lágrimas y de manera flagrante en cada oportunidad que la Historia les concedió.

A estas alturas, aún estamos a la espera de que alguien pida perdón en nombre de la ideología y de los programas económicos que causaron decenas de millones de muertos y condenaron a lo largo de 70 años a la represión y a la hambruna más prolongadas que se han registrado en la era contemporánea. A sus caudillos les basta con la ostentación personal de su nueva situación para proclamar que los pobres y la pobreza ya no existen…, aunque no sea cierto y la miseria se expanda con cada una de sus atribuladas y atrabiliarias decisiones.

¿Cómo convencer a estas alturas a esta gente de que sus posados, sus mucamas, su piscina, sus chóferes, sus guardaespaldas y sus relojes de pulsera no significan nada y que, por el contrario, cada medida que adoptan nos empobrece al resto? La realidad individual, su único espejo, nos desmiente a todos, pues a su juicio queda comprobado que desde que gobiernan ellos la vida es un remanso de bienes y el cuerno de la abundancia les desborda.

He dicho.




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