En la aventura de Astérix en Hispania, el hijo de un díscolo caudillo godo es llevado como rehén a la irreductible aldea gala para asegurar la paz en los territorios de poniente del Imperio Romano. El crío resulta ser un caprichoso con ínfulas insoportables que amenaza a todos con aguantar la respiración e infligirse daño cuando se le lleva la contraria.
Ayer, Día de la Fiesta Nacional, vimos al caudillito Iglesias ponerse de color tinto morapio, al borde de la anaerobia, por no saludar al Rey de España en el Patio de Armas del Palacio Real. Aguantaba la respiración como el niñato de Astérix, embebido de sí mismo, como el nuevo rico que desde que tiene chalet con piscina se siente con derecho a soltar un pedo donde más le plazca y a desafiar al mundo con la nariz empingorotada.
Quien está queriendo desatar todas las tormentas y ha desamarrado a los dragones del vilipendio en todas direcciones, pretende ahora hacerse el ofendido porque lo han pillado con las manos en la masa de la denuncia falsa, de la revelación de secretos, de la destrucción de soportes informáticos con agravante de género y del falso testimonio; amén, claro está, de un intento prístino de instrumentalización de la Justicia en contra de otros y a favor de sí mismo, el presunto delincuente.
Desde que apareció esta muchachada, hace ya algunos años, dije que viven con el síndrome de Peter Pan a cuestas y que no logran superar la preadolescencia. Se trata de un ‘patrón’ común que se repite, quizá porque les reúne cierta clase de patología ominosa: la de quienes se niegan a distinguir entre lo real y lo imaginario; la de quienes prefieren vivir en la ficción de una juventud eternamente irresponsable; la de quienes se barruntan infinitamente adorables; la de quienes se creen con derecho a la indulgencia permanente de los demás para con sus delitos, sus errores o sus rectificaciones; la de quienes se sienten legitimados para exigir e imponer sus ocurrencias; la de quienes se creen con derecho a descalificar a todos e incluso para cuestionar la transición española , la misma democracia e incluso al Rey de España; la de quienes están convencidos de que sus caprichos y arbitrariedades indemostradas merecen alguna clase de oportunidad sólo porque las enuncian ellos; la de quienes parecen sostener que sean cuales sean sus contradicciones, éstas no merecen ser juzgadas y sí perdonadas porque carecen de significado; la de quienes son incapaces de renunciar a su intolerancia y a su soberbia; la de quienes, en definitiva, se niegan a hacerse adultos porque fueron criados a base de yogures y se sienten protegidos por este Estado benévolo y benefactor hipertrofiado que les ha amamantado sin apenas exigirles ni siquiera la lealtad institucional que la Constitución española y el sistema se merecen…
A un tipejo como Iglesias no se le ocurre pensar al menos que empeñó al diablo su palabra, su honor y un mínimo de dignidad el día que se puso chulo y asumió (sin asumir nada) la medicalización de todas las residencias de mayores y el control político, sanitario y presupuestario de todos esos hogares de ancianos, los que levantaron este país a pulmón limpio mientras criaban a sus hijos y a sus nietos y le cambiaban los pañales a los de su casta llorona, indigna, ignara e inservible. Pues ni una excusa todavía: ha salido huyendo como lo que es, un cagueta sin dignidad ninguna, un niñato pagado de sí mismo, un chulo de playa y mesas de mezclas.
Tan engreída y tan idiota es su soberbia que no percibe su maniática impostura ni su sectaria manera de interpretar los entorchados y la gorra de plato que le han puesto en la cabeza, que él piensa que son de mariscal y no de aparcacoches para que se calle un rato.
Mientras una de sus amantes denuncia con una mano el robo de un móvil, con la otra trata de exculpar a su socio de fechorías e incurre en contradicciones vergonzosas y lamentables que inspirarían alguna clase de ternura infantil de no ser por la gravedad de sus verdaderas intenciones y por las consecuencias criminales de sus apaños con más de 50.000 muertos.
Pero la perenne preadolescencia de esta gente tiene eso, que provoca una solidaridad imbecilona y torpe en la que todos se perdonan todo y que el marrón le caiga siempre a otros, nunca a ellos, ya sea la muerte de un feto por no tomar las prevenciones adecuadas o la ruina misma de España y de sus 47 millones de habitantes.
No en vano, esos dos mismos protagonistas, ayer, Día de la Fiesta Nacional, rabiaban todavía por el triunfo de Rafael Nadal en una cancha de tenis y abominaban de la hazaña prodigiosa del descubrimiento y colonización de un Nuevo Mundo, pero días antes celebraban con su palabrería barata y lerda al fusilero Ernesto Ché Guevara (una clase de médico que tanto me recuerda a Fernando Simón) como quien conmemora a San Agustín de Hipona.
Es inútil pretender que asimilen algo de provecho para una democracia quienes tienen obturado el mecanismo destinado al raciocinio y sólo tienen entrenadas las neuronas para la pulsión arrebatadora de sus fanatismos.
Lo mejor es invitarles reiteradamente a que aguanten la respiración cada vez que se les antoje, aunque alguna vez tendríamos que exigirle a este muchacho que nos sea útil para algo y aguante los respiros hasta que reviente o se desmaye. Mientras eso llega, pónganse a cubierto de los caprichos de este nuevo rico con ínfulas de heredero del Imperio Romano.
He dicho.
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2 Comments
Solo nos queda la Justicia para parar a estos dos psicópatas La oposición no hace lo suficiente. Espero que, al final, triunfe el bien sobre el mal.
Le felicito, Sr. Arenzana, da gusto leerle
Mil gracias, Doña Dulce. El gusto es mío. Y con ese nombre más aún.