El milagro del escaparate. Cuento de Navidad

A pesar de todo, aquel año no iba a ser muy diferente a los demás para Manuel.

Hacía tiempo que no empleaba su tiempo libre en otra cosa que ver viejas películas de John Ford, McCarey, LaCava, Hawks o Fritz Lang, leer los muchos libros acumulados en años de comprarlos y no poder leerlos, y escuchar música…. Realmente no estaba mal del todo, toda su vida deseando tener tiempo para hacer todo eso, no se iba a quejar ahora… Qué bien cantaba Judy Garland aquella canción navideña en la película Cita en San Luis de Minnelli, pensó….

Acababa de escuchar las Variaciones Goldberg interpretadas por Glenn Gould y se disponía a hacerse algo para cenar. 

Eran las diez, quedaba una hora para el toque de queda: aquello era lo más parecido a la guerra que había vivido su generación.

Él no salía mucho a la calle, apenas para realizar alguna compra en el súper, pero las pocas veces que salía le daban ganas de volver corriendo a casa. 

La gente parecía huir a alguna parte, siempre corriendo, las personas apenas se miraban… Si se encontraban con alguien no se saludaban casi, si acaso una inclinación leve de cabeza….

Aquellas Navidades, como las anteriores, como ya demasiadas, las pasaría solo.

Hacía ya demasiado tiempo que ocurrió aquello, aquel desliz, apenas nada, la rutina, los cincuenta… Para él no representó nada, solo sentirse un poco más joven por un tiempo… pero aquella terrible discusión con su hijo….

María, su mujer, le perdonó, aunque nunca olvidó y su hijo, su único hijo, Pedro… él no pudo o no supo perdonarle. Y Manuel, siempre tan orgulloso, se alejó de su hijo, y su hijo de él. 

Hacía ya diez años que no lo veía, ni siquiera hablaban por teléfono… Bueno, lo vio en el entierro de su mujer que murió hacía ya cinco años, pero no cruzaron palabra, uno tan orgulloso como el otro. Alguien le dijo que se había casado un año después de que dejarán de hablarse y que habían tenido rápidamente un hijo… o hija, pero no sabía nada más, ni siquiera con quién se había casado.

Se dio cuenta que no tenía nada para cenar, andaba despistado últimamente. Se puso cualquier cosa y salió a la calle. La noche estaba especialmente fría esa noche, faltaban dos días para la Nochebuena. 

Recordó con una mezcla de abatimiento y resignación aquellas Navidades que parecían tan lejanas, cuando Pedro era pequeño y María joven, como él pero más que él porque, aunque tenían casi la misma edad, ella siempre pareció una muchachita alegre y confiada en que la vida no la dañaría, hasta que el destino la alcanzó y la maldita enfermedad la atrapó entre sus garras. Bah, no merecía la pena recordar lo que ya no volvería, se dijo.

Se dirigía al supermercado a paso rápido, no quería tener que correr cargado de bolsas por culpa del condenado toque de queda. 

La familia estaba a unos metros de él, miraban un escaparate. Algo le llamó la atención de ella y se paró a observar la escena disimuladamenteEra una familia peculiar, había un niño en una enorme silla ortopédica, su edad era difícil de calcular porque su cuerpo era largo, largo como de siete u ocho años, pero su rostro, su expresividad, eran las de un bebé.

Había otro niño, vivaracho, con ojos alegres y traviesos que tendría unos diez u once años quizá. También había una chica, muy guapa y de unos dieciséis años, mirando atentamente su teléfono móvil y escuchando a través de los auriculares algo, seguramente música de esa inaudible para unos oídos como los suyos. Parecía indiferente ante lo que fuera que atraía tanto al resto de su familia de aquel escaparate.

Y luego había una niña, una cría preciosa, que parecía tener unos siete u ocho años. Con la mirada más dulce e inocente que nunca había visto el anciano y una risa feliz y contagiosa, que miraba atentamente el escaparate mientras hablaba con su hermano de no sé qué serie de dibujos animados de la tele haciendo como si jugaran a un juego que aparecía quizá en alguno de los episodios. Le dijo el padre en un momento: “Cayetana, ya sabes que eso es sólo un juego, no es la realidad, ¿verdad?”. Pero Cayetana siguió hablando como si fuera un personaje de una serie infantil. 

Manuel se percató que se movía de forma inestable y que su andar era inseguro, pero… tan enternecedor… Manuel sintió como se le estremecía el corazón y se le humedecían los ojos al percibir la vulnerabilidad de la niña y el cariño y ternura que le procuraban en sus gestos, en sus palabras, sus padres y, muy en particular su hermano, aquel de los ojos alegres y traviesos.

La familia dejó el escaparate y echó a andar por la calle. Cayetana avanzaba al lado de sus padres mientras el vivaracho hermano correteaba arriba y abajo, el padre empujaba la silla ortopédica del otro niño y la madre arrancaba alguna que otra palabra de la hija mayor que, por unos instantes, dejaba de mirar la minúscula pantalla del móvil.

“Cayetana, ahora iremos a la iglesia para pedirle al Señor que la operación que te tienen que hacer en enero vaya bien y ya no te tengas que operar más, ¿vale?”, dijo el padre. “Vale papa”, dijo la niña mientras se alejaban hasta desaparecer de la vista de Manuel.

Al llegar a casa, Manuel ya lo tenía decidido, esa misma noche llamaría a su hijo. Sin esperar a cenar, marcó el número de su hijo y esperó inquieto y con miedo que Pedro descolgara.

– ¿Diga?

– Pedro, soy yo, papá.

Al otro lado un estremecimiento…

– ¿Papá?, ¿eres tú, papá?

– Sí, soy yo hijo. ¿Cómo estás? ¿Cómo estáis?

– Estamos bien, ¿y tú?

– Bien, hijo, bien. Tengo ganas de veros, de conocer a tu mujer, a tu hijo…

Manuel sintió como al otro lado a Pedro se le quebraba la voz.

– Claro papá, cuando quieras, yo también quiero verte… desde hace tanto tiempo.

Bromearon con que tendría que ser con mascarilla y demás, pero les daba igual. Quedaron en verse el día de Navidad. Ambos pensaron que les costaría esperar dos días… 

Luego, Pedro le dijo que su mujer se llamaba Carmen, que se querían mucho y que, efectivamente, habían tenido una hija que ahora tenía casi diez años pero parecía tener menos, unos siete u ocho, porque había sido un parto complicado, nació de milagro, con apenas veintisiete semanas y sufrió una hemorragia cerebral a las pocas horas de nacer, pero que era una cría dulce y llena de ternura y con una voluntad de hierro, toda una luchadora que se pondría contentísima de conocer a su abuelo Manuel, del que Pedro le hablaba mucho… y que haber tenido a esa niña no les había quitado las ganas ni a él ni a Carmen de tener dos o tres niños más.

Manuel escuchaba emocionado a su hijo y sentía ya unos deseos incontenibles de ver y abrazar, a pesar de la maldita epidemia, a su hijo, a su nuera y, más que nada, a esa nieta con la quería recuperar el tiempo perdido.

Entonces, emocionado, preguntó a su hijo: ¿Cómo se llama mi nieta?

Y Pedro, con las lagrimas cayéndole mejillas abajo musitó: Cayetana, papá, tu nieta se llama Cayetana.




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