El guionista taimado

La primera vez que vi y oí hablar a Iván Redondo fue en una previsible larga charla con el lenguaraz subcomandante Pablo Iglesias que tuvo lugar en un subcanal de TV.

Y digo que era fácilmente predecible porque se trataba de dos charlatanes de tómbola de feria dispuestos a acabar con el catálogo de mantas en una tarde.

Fue una conversación muy sub, llena de subterfugios, como corresponde a dos submarinos, a dos subalternos, a dos subsidiarios subsidiados y medio subnormales (o sea, por debajo de la normalidad, digo).

Entre muchos besuqueos formales, ambos se explayaron en teorías churriguerescas sobre una pretendida alta política a propósito de sendas series de TV.

El caso es que casi llegan a las manos porque al chico de la melena se le ponía cachonda la meninge maquiavélica con “Juego de tronos” y al entonces alopécico Redondo se le empinaba la neurona hobbesiana con “House of cards” y “El ala oeste de la Casablanca”.

De todo ello deduje que estos tipos eran dos enfermos de la intriga, dos inescrupulosos fanáticos de la traición, dos frikis taimados del manejo de las masas y la manipulación.

Y ahí los tienen, juntos en la Corte del rey de la hartura, porque hartos tienen a más de la mitad de España con sus estrategias de guionistas de plataforma de pago.

Ocurre que los guionistas (sé lo que me digo porque a eso he dedicado casi media vida) tratan de resumir o traducir la realidad, no de modificarla. Una narración televisiva se convierte en otra cosa cuando su pretensión es alterar la realidad, no dentro del relato, sino la realidad misma de la que procede. Y entonces se llama propaganda.

Y es a eso a lo que se dedican ambos cuentistas, sin percibir siquiera que la segunda diferencia es que en una serie o un capítulo de TV, cuando acaba (donde quieras), la vida luego sigue y no te acuestas o la dejas en un climax o donde te parezca.

Quiero decir con ello que por muchos saltos, trucos y elipsis que utilices, en la ficción de un relato siempre puedes saltar atrás, hacer un flash-back que lo cambie todo o inventar un personaje que transforme o varíe el curso de los hechos. Incluso puedes rebobinar y dejar un final abierto y cada cual que piense lo que quiera.

En la vida real, en cambio, cuando termina la serie (tu serie), la vida sigue, repito, y de nada valen las magias narrativas ni las ocultaciones.

Cuando todo esto termine (y terminará algún día), la Historia, que suele ser implacable, juzgará a estos tipos, que nos brindan ahora unos capítulos de miedo, catástrofe y pavor en un ejercicio inane para su mera especulación y divertimento, como dos bribones que arruinaron con sus cuitas y desfases la vida de millones de conciudadanos.

Iván Redondo es un Jorge Javier Vázquez de la política que usa la Moncloa como un plató desde el que regodearse en una frívola España de ficción de “rojos y maricones” sólo para entretener su ego creativo.

Al subcomandante y a su socio Sánchez, en cambio, lo único que les interesa de esta historia es conservarse a salvo, escondidos tras las piruetas televisivas que el circense Redondo les programa…, aunque para ello tengan que salir vestidos de payaso o adaptar la pose de forzudos, de trapecistas o de domadores.

Pero nosotros ya no somos los espectadores, porque en la hecatombe que les ha escrito Redondo, esta vez nos ha convertido a todos en sufridos personajes secundarios de su película para idiotas de la que ya no sabe cómo salir sin que ardamos con el decorado.

Hasta que la función se acabe.

He dicho.




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