El fraile que ríe ahuyentará mis miedos

Cuando el miedo me ahogue, cuando la tristeza me invada, cuando la preocupación me venza, cuando la angustia no me deje ni llorar … abriré el portón de mi alma y dejaré entrar al fraile, quien con su poca vergüenza mandará a hacer gárgaras a todos mis diablos. 

Lo tengo claro. Dejaré entrar al fraile que ríe. Les cuento: 

Tengo la suerte de tener como amigos a Luis y Juan, de la asociación “Amigos del desierto”, con quienes, cuando el tema se encarta, me retiro unos días para hacer silencio, convencido de que es el modo más inteligente (y más barato, je, je …) de encontrarte contigo mismo y con El Creador. 

En esta ocasión estuvimos una semana en un monasterio de Portugal, del que no mencionaré su nombre ni el del monje protagonista de este relato. 

Prefiero que el anonimato y el misterio oculten su identidad, no vaya a ser que no me explique bien, que ustedes puedan conocerlo en el futuro y que lleguen a pensar que es un vacilón o un andova, como dicen en Cádiz. 

Imagínense el cuadro. Nos levantamos a la hora de las gallinas, a las cinco de la mañana, para rezar laudes con la comunidad de religiosos. 

Después … un abrumador silencio hasta la noche, únicamente roto por el croar de las ranas de un arroyo. 

Y cuando nos retiramos a nuestras celdas a dormir nos quedamos con las patitas colgando, escuchando unas atronadoras carcajadas… 

– ¡JA, JA, JA, JA…! ¡JA, JA, JA, JA…! 

De pasta de boniato nos quedamos, oyendo las descaradas risotadas de (permítanme mis lectores) Fray Descojonante, que así le llamamos desde entonces. 

El Fray es un hombre de nuestra quinta, embarcado en su ora et labora con sus colegas de convento, pero que se parte de risa a la caída de la noche. 

Sus carcajadas retumban por claustros y pasillos. Unas risas alborotadoras, de esas que te implican y que te hacen escogorciarte y reír a mandíbula batiente, incluso en un recinto sagrado y consagrado al silencio. 

Aquella situación nos resulta tan surrealista y tan inoportuna como un apretón de vientre con un traje de neopreno, pero lo cierto es que los tres amigos nos sentimos felices como unos niños la noche de Reyes, contagiados con la música de fondo (¡JA, JA, JA…!) que continúa durante un buen rato.

Por la mañana tenemos que salir de los laudes antes de explotar de risa. Porque allí estaba nuestro glorioso Fray con careto piadoso de niño bueno, pero nos lo imaginábamos armando la de San Quintín al salir la luna, con sus tronchantes ¡JA, JA, JA, JA…! 

Así vuelve a ocurrir esa noche, a la siguiente, a la otra … Y es imposible no contagiarse de ese derroche de hilaridad, de esa alegría pura, de esa honesta felicidad de nuestro (permítanme de nuevo) Fray Descojonante. 

Al amanecer me cruzo con el Abad, al que le pido disculpas por no poder contener nuestras risas. 

Y para mi asombro, este me responde: 

– A risada deste nosso frade é um mistério. Mas ele é muito inteligente e um buscador sincero de Deus. 

No, el ermitaño no está como la jaca de la Algaba. Es muy inteligente. Me consta que fue un reconocido profesional antes que fraile y en la biblioteca del monasterio hay un montón de escritos suyos, comentando la Suma Teológica de Tomas de Aquino o Las Moradas de Santa Teresa. Sabe más que Juan de Lepe. 

Pero lo de buscador de Dios y el cachondeo que se gasta me tienen en ascuas, de modo que lo espío discretamente. Quiero descubrir el secreto de tan risueño personaje. 

El Fray se retira al lugar más oculto del arroyo, justo donde unas catas arqueológicas han dejado al descubierto unos restos visigodos, más antiguos que la tos. 

Durante interminables horas el fraile reza, medita y parece detenerse el tiempo, hasta que se pone el sol y titilan las primeras estrellas. 

Entonces comienza con las dichosas risitas del demonio, que se van agigantando a medida que se aproxima al cenobio. 

Y es también entonces cuando estoy seguro de haber descubierto su secreto

Su inteligencia y su fe le sitúan en la perspectiva más razonable. Salvando distancias temporales y geográficas, los godos que allí habitaron, hace dos mil años, tendrían los mismos problemas y zozobras que los que hoy día nos inquietan a cualquiera de nosotros. 

Esos visigodos se sentirían insignificantes al contemplar la inmensidad del firmamento. Al ver los mismos astros y galaxias que las que observa el cartujo. Y sin duda sus druidas llegarían a idéntica conclusión que el Fray: no somos nadie y menos en calzoncillos. 

De modo que nuestro monje sabe de veras que estamos de paso, tal como están de paso las aguas del arroyo junto al que medita. Y que venimos a ser el pedete de una estrella, sostenidos en nuestra fragilidad por las Enormes Manos del Artista del Cielo.

También sabe que un santo triste es solo un triste santo, y que, a fin de cuentas, sabio es quien se ríe de sí mismo. 

Está claro que él rebosa sabiduría, viendo el lado cómico de la existencia y enseñándonos a chotearnos de nosotros mismos. 

¿Saben la anécdota de Chano, el fontanero de Triana, al ver las cataratas del Niágara? “Esta gotera la arreglo en un periquete”, dicen que dijo. Quizá algo así nos pase a cada uno de nosotros, pretendiendo lo imposible desde nuestra insignificancia. Para mear y no echar gota. O para hartarse de reír por la noche, como el amigo eremita. 

Entiéndanme, por favor. Las carcajadas del Fray no nos invitan a pasar de todo. Habrá que seguir haciendo malabarismos para llegar a fin de mes y batallando contra la injusticia. Pero parafraseando a San Ignacio de Loyola, hagamos todo como si todo dependiera de nosotros, sabiendo que todo depende de El De Arriba. 

Por ello, ahora que me incorporo al curro, sabiendo que vendrán adversidades y platos que no serán de gusto, cuando el miedo me ahogue, cuando la tristeza me invada, cuando la preocupación me venza, cuando la angustia no me deje ni llorar, de veras que tengo la voluntad de dejar entrar al fraile. 

Haré una lista de mis problemas. A falta de ruinas visigodas me sentaré frente a los capiteles romanos que hay junto a mi casa. ¿He pensado, un minuto siquiera, en las angustias de las gentes que los construyeron? ¿Recordará acaso alguien mis penas dentro de … dos mil años? 

Entonces me carcajearé como mi héroe, el fraile portugués. Y me chotearé de mis solemnes problemas que pasarán como pasan las aguas del arroyo. 

Y les invito a hacer como Fray Descojonante: echar unas carcajadas al anochecer y marchar a dormir con una sonrisa en los labios. 




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