El fasciocomunismo que no cesa

En la hora final de la verdad, esto nunca va de derechas o de izquierdas, sino de asalto al poder por las bravas. Como los golpes de Estado, de uno u otro signo, no tienen buen predicamento, hace mucho tiempo que alguien enunció cosas tales como que “los fascistas del futuro se denominarán a sí mismos antifascistas”.

No fue Churchill quien lo dijo, aunque esto es lo de menos, sino un senador populista del Partido Demócrata por Louisiana y gobernador de dicho Estado de nombre Huey Long, allá por los años 30, quien dijo que “Cuando el fascismo llegue a América será llamado Antifascismo”… Y lo clavó, claro.

Europa se ha empeñado en no entender que fascismo y comunismo son apenas la misma cosa, surgen de idéntico lugar, pretenden los mismos objetivos y sólo varían la estética de sus uniformes y la variopinta nomenclatura estructural de la jerarquía. Por todo lo demás, igualicos que el difunto de su agüelico…

Es muy conocida la necesidad mutua de ambas partes para retroalimentarse. El señalamiento de un enemigo común unifica y justifica muchas barbaries, allana obstáculos menores y codifica a ambos bandos en el mínimo común múltiplo que les permite pasar por alto las diferencias internas.

Que casi 80 años después de aniquilado el nazismo y el fascismo, Europa (y ya también EE.UU.) siga alimentando el esqueleto de aquella boa, mientras le trepa por las paredes la hidra viva y apestosa del comunismo, es un signo de ahistoricismo suicida, que ha mutado en la adopción acelerada de toda clase de “-ismos” y ficciones que superan el pensamiento racional que nos caracterizaba.

La aceptación sangrante e inexplicable de que el ser humano (y la realidad) es como cada cual la autopercibe (incluida su pertenencia biológica por sexo, por raza o incluso considerarse de otra especie y todo ello otorgándole no se sabe qué clase de privilegios) ha tocado techo, abandona el empirismo, la ciencia y el raciocinio, se adentra de golpe en el campo del hiper relativismo caprichoso y traspasa, apenas sin oposición alguna, la barrera de las patologías psiquiátricas.

El comunismo no tuvo ningún reparo en encerrarse a cal y canto en su psiquiátrico mayor durante casi un siglo, detrás del “telón de acero”, y se limitó a empapar los fondos de las democracias civilizadas mediante un sobrenombre, un eufemismo que les sobreviviría llamado “socialismo”, cuyas células-madre, convenientemente clonadas a través del tiempo, volverían a poblar los cerebros de la masa cuando ya la URSS hubiese colapsado.

Para entonces, otro imperio inmaculado en su estructura de poder omnímodo emergería en el Lejano Oriente y se convertiría en el paradigma de las tensiones contra el espejismo de las Democracias, ahítas de integrar sapos intragables a través de la multiculturalidad y agotadas de pelear dentro y fuera de sí mismas contra los fantasmas del comunismo voraz. O sea, lo que suelo llamar el fasciocomunismo.

La explicación es sin duda muy compleja, pero la estrategia es bien sencilla y está descrita desde hace mucho y ensayada en más de medio mundo, pues consiste en atrapar el espacio pacífico, racional y tolerante de las Democracias y, aprovechando todos esos beneficios que el imperio de la Ley concede, generar el caos y asolar de miedo a comunidades enteras y también al individuo. Es lo que vemos en Francia, con las autoridades en un papel pasivo que alimenta el crecimiento de las llamas y antes sucedió en EE.UU. con el caso de George Floyd alimentando la barbarie.

Trasladarles esa sensación de caos, superar sus umbrales del miedo, hasta hacerles desear ardorosamente que alguien les libre del terror que se ha apoderado de sus entornos… Da igual quién sea, ni lo que piense, ni lo que dicte, ni lo que imponga o recomiende. Alguien, un salvador, un tirano, un dictador, un profeta que les prometa el paraíso y les robe el miedo que les atenaza: al paro, a la violencia, al dolor, a la incertidumbre… En definitiva, alguien que les regrese al territorio conocido, aunque en el proceso y en el trato negociado bajo esas circunstancias, hayan tenido que entregar a cambio sus derechos y libertades; y también el dinero, ya sea mediante confiscación directa o a través de impuestos.

Más que infundirnos tratan de cebarnos con toda clase de miedos que nos lleven a una situación límite. Los vemos pregonar la emergencia climática inminente y las pandemias colosales o alentar las falsas guerras de baja intensidad entre géneros, la expansión de una violencia extrema en las calles, la invasión extranjera inasumible e incluso nos están queriendo convertir en los enemigos de la propia Naturaleza que habitamos, dotando de personalidad jurídica (aunque no puedan creerlo) al Mar Menor de Murcia o a u volcán, a un lince o a una mata de manzanilla del campo.

Ante tal desbarajuste, creado y aventado por los sempiternos enemigos de la Democracia, es decir, por los fasciomunistas, no tardará demasiado en que la masa pida a gritos que aparezca el caudillo necesario que nos redima de todos estos males. No se fíen de nadie, porque esos caudillos pedirán a cambio de librarnos de ese monstruo que nos atosiga, que les entreguemos además de nuestros hijos y nuestro dinero, también, como escribió Cervantes en el capítulo LVIII del Quijote, “La libertad, Sancho, uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertadI así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.

Estamos cerca de gritar a coro que aparezca y de firmar el trato con la bestia.

He dicho.




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