El día que olvidé abrazarnos

Ya no lo recuerdo con exactitud. Puede que fuese hace diez días, quizás algo más. Sabía que debía llamarte, pero, la verdad, no me apetecía oír una vez más tus eternos lamentos. El día había sido duro, y mi ánimo distaba mucho del júbilo, ni tan siquiera del de la resignación del que se sabe obligado.

En cierto modo me sentía aliviado, tanto como culpable por haberte esquivado con un ramplón y autocopiativo mensaje al móvil. El mismo que otras veces te había enviado con un mañana te llamo. Pero sí, me sentí aliviado a pesar de ser consciente de que mi llamada era un descargo a tu pesadumbre, un balcón a tus nietos a los que solo ves unas pocas horas al mes, una llamada de auxilio al teléfono de la esperanza. Pero no te llamé. Yo y mis problemas ya éramos bastante carga para mi espíritu cansado.

Ya sabía que mamá había ido al especialista, ya sabía que la pensión no te llegaba, otra vez, para cubrir apenas unos pocos días; ya sabía que me hablarías de qué haríamos si te tocase la Primitiva que jugabas a medias con tu amigo Manolo. Ya lo sabía todo. Sabía, como si hubiese escrito el guión, cada palabra, cada frase, cada suspiro que darías en un monólogo en el que yo era el público perfecto: comprensivo y entregado a darte un aplauso en forma de consuelo.

La última vez que nos vimos, nos despedimos con un beso frugal y un llámame cuando llegues de tu parte. Ya era consciente que no volveríamos a vernos hasta el mes siguiente. Estábamos acostumbrados, por las circunstancias —el dinero y la distancia— a ese indefinido hasta pronto. Con el coche cargado de todo lo que tú más querías, me alejaba mirando por el retrovisor tu figura de árbol viejo vencido por los vientos. 

Me olvidé de abrazarte.

Ahora ya no es el dinero y la distancia lo que nos separa, ahora es una reclusión por un mal bicho la circunstancia. Un bicho que he visto cómo se lleva a abuelos, como tú o como mamá, sin un adiós, como unos apestados, como unos malditos que no tienen derecho a ser despedidos. Me olvidé agarrarme a ti como cuando era pequeño. Me olvidé, como cada vez que rehuía llamarte, sentirme dichoso de ser tu hijo. Me olvidé de todas las veces que tú has estado ahí cuando yo te he necesitado. Me olvidé de cada uno de los momentos donde hablábamos del futuro, del pasado, de los sueños. Me olvidé de tanto y ahora me arrepiento de todo. 

Ahora que la ciencia ficción se ha convertido en un drama, mi alma se acongoja pensando que he desaprovechado el tiempo evitándote todo lo evitable y teme, eso no puede evitarlo, por si a ti o a mamá os pasa algo; y entonces mis excusas se convertirán en llanto, y aquel alivio en tormento. Cuántas veces habías lamentado la ausencia de la abuela y del abuelo, y cuántas me habrás contado sus historias, tus historias. Ahora soy yo el que se ve en tu lugar, pero con la incertidumbre de una realidad que nos mantiene, como en un campo de prisioneros, separados.

Sí, papá, he aprendido la lección por las malas. He aprendido la suerte que tengo de tener tu número para llamarte, de ser tu paño de lágrimas, de ser quien te devuelve la sonrisa cuando preguntas por tus niños, de ser quien te cambia el color del cielo despejándote el horizonte de nubarrones. Solo me queda, cuando pase todo esto, cuando volvamos a vernos, no olvidarme jamás de abrazarnos.




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