El chalet y la policía

Cambiar de municipio, cambiar de provincia –y hasta de país, y hasta de continente- puede suponer un cierto cambio de aires, pero, ¡qué minúsculo, qué superficial! En todas partes hallamos lo mismo; y no hablamos ya de cosas más o menos inocuas como las cadenas comerciales y las franquicias, sino de otras mucho más graves. Una misma tiranía parece cernirse sobre el mundo entero.

He aquí un luminoso y típico entorno de playa: una hilera de casas de veraneo, de “chalets” construídos con mimo, con holgura y buen gusto, cada uno con sus amplios jardines, a la sombra de los pinos. ¡Cuán hermosos son los pinos!, parecen insuflar paz.

-Están protegidos –nos advierte un local del lugar.- Está totalmente prohibido arrancar un pino, aunque sea suyo, de su propio jardín.

¡Prohibido! Inmediatamente los pinos parecen perder belleza; quedan impregnados de municipalismo, de amenaza de multa, cárcel, sanción… Ya no es el árbol amigo, sino otro tirano más. “No te atrevas a tocarme, o será peor para ti”, parecen decir. ¿Hacía falta prohibirlo? ¿Acaso el que tiene allí un chalet no lo tiene por el frescor y la holgura del jardín? El dueño de semejante vivienda no piensa en quitar ningún árbol salvo por motivo de fuerza mayor. Pues ya se encarga el poder de tenerlo en vilo, de estarlo vigilando, de considerarlo posible futuro infractor…

-Ahora, que para construir ese hotel – continúa el lugareño, señalando un enorme mastodonte en lo alto, al fondo – para eso sí talaron todo lo que hizo falta.

-¡Pero bueno!

-¡El dinero!- explica el lugareño. Y lo hace sin demasiada indignación. Es normal, nos hemos acostumbrado, no nos rebelamos. Se acepta con calma vivir asfixiados a prohibiciones, en nuestro propio terrenito, mientras que todo se le permite a los grandes capitales. Para estos últimos se olvida la tiranía del medio ambiente.

La alegre calle que desemboca en la playa, llena de casitas de veraneo, parece haber perdido ya algo de su inocente luz.

Esos mismos días saltaba la noticia del atraco a la cantante María del Monte en su casa-chalet de Gines. Los atracos a personajes destacados son los que saltan a la prensa; los que se perpetran en casas de ciudadanos anónimos, esos quedan en el olvido. No vamos a compadecer al artista célebre más que a cualquier ciudadano seguramente mucho más desamparado; la reflexión obvia es: si esto sucede incluso aquí (en una casa seguramente más protegida), ¿qué no sucederá en cualquier casa o piso? 

No parece que la sociedad se alce contra el atracador. Se considera como un riesgo natural, como una inundación, un incendio

Dividir la sociedad entre delincuentes y buenos ciudadanos suena desfasado. Pero al menos sí podemos hacer una división entre:

-los que delinquen expresamente, y aun bárbara e inequívocamente, con intención de delinquir, de robar, matar… Como el atracador que asalta un piso, o el kamikaze de carretera. Y:

-el ciudadano normal, que, dada la hiper regulación que invade nuestras vidas, alguna vez, y sin la menor intención de delinquir, sino por la pura incapacidad de estar en todo, pues alguna vez hará algo que se preste a una multa (equivocarse de contenedor, dejar el coche un momento en sitio “prohibido”). Es el que paga impuestos, el que sostiene el sistema, el que mantiene a legisladores y a las fuerzas de seguridad.

Pues bien: toda la saña del aparato legislador y judicial, y de las fuerzas de seguridad, se dirige hacia ese último. Hacia la posible infracción del ciudadano normal.

No se emplea mucho ahínco en perseguir al que delinque voluntaria y expresamente. 

Tal vez a esta actitud – a la falta de animadversión hacia el ladrón violento, la figura que debía ser más repulsiva –haya contribuido el efecto de “los seguros”. El que ha sido víctima de un atraco, si tiene un seguro de robo, recupera lo perdido y se queda tan contento. La culpa se diluye. En la inmensa mayoría de los casos, el delincuente no sólo queda impune, sino también impune socialmente. Nadie carga contra él.

La sociedad entera a coro, si un hecho es adecuadamente escenificado por los medios, se revolverá indignada contra el dueño del chalet que corte uno de sus propios árboles (la moral social se adapta rapidísimo a las nuevas leyes, por grotescas que sean). Esa misma sociedad no se indigna si dicho dueño de chalet sufre un atraco violento.

En resumidas cuentas (aunque lo económico no es ciertamente lo más importante): el ciudadano normal debe ocuparse de su propia seguridad, alarmas, puertas blindadas (y si ni los cantantes célebres están seguros, ¿entonces quién?), y además pagar impuestos para que legisladores y policías les impongan, a ellos mismos, prohibiciones y multas.

No sentimos que las fuerzas de seguridad nos protejan frente al criminal.




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