Así como Fidel Castro se deshizo de su cúpula cercana de mando, de Camilo Cienfuegos, de Huber Matos, del Ché Guevara o del general Ochoa, así también el ultra líder (y líder ultra) Pablo Iglesias ha ido laminando uno tras otro a quienes podrían haberle hecho alguna sombra en el aparato, desde Monedero a Carolina Bescansa o Íñigo Errejón.
La lista de los apuñalados es larga, pero el poder entendido al modo de Iglesias no tiene secretos y es una película de sobras conocida en los bajos fondos, de manera muy señalada en las luchas internas del narco, como en el caso de Miguel Ángel Félix Gallardo, “el jefe de jefes” en el cartel de Guadalajara contra los de Sinaloa, de Tijuana o del Golfo, o el de Pablo Escobar Gaviria, el diputado narcoterrorista que fundó el cartel de Medellín, frente al cartel de Cali, en Colombia.
La traición sin escrúpulos a la palabra dada, el silencio ominoso y el apuñalamiento inmisericorde de los más cercanos y sin rastro de mala conciencia son rasgos distintivos de los perversos y pervertidos acaparadores de poder en el “gang” y nace del temor a la propia crueldad.
Hay mucho de impotencia y de pánico atroz en esa actitud exclusiva y excluyente del que se pretende líder y que lamina constantemente a su entorno por temor ciego a ser la víctima de la misma arbitrariedad por la que destaca.
Un líder de esta clase, sin otro mérito que su excéntrico arrojo, es un insomne que no descansa nunca, atemorizado de su propia insanía, hipnotizado por su desconfianza perenne y por la suspicacia que le despierta cualquiera a su alrededor.
A Pablo Iglesias se le ha demudado el rostro, inyectados los ojos de un instinto traidor, obsesionado como un capitán Achab que desconfía hasta de su sombra en busca de una ballena blanca asesina.
El “Chapo” Guzmán adoptó como pura estrategia de supervivencia un desmesurado arrojo, hacer lo inesperado, la fuga permanente hacia delante, cambiar de casillero de manera imprevisible y obsesiva, saltándose las normas, aun moviendo en diagonal una torre como si fuera un alfil.
Iglesias alimenta su narcisismo a base de arriesgar en la apuesta y esa es la única vitamina que necesita para prolongar su atrocidad indesmayable y su mentira, aunque con ello implemente el rencor y la incertidumbre entre los suyos.
Un jefe de una banda, de un “gang”, sólo se sostiene resultando imprevisible, discrecional, y sembrando de temor a su círculo más cercano, porque así redobla el mensaje de la imprescindible pleitesía exigida, no por admiración ni confianza, sino por puro miedo a ser la próxima víctima.
El alma de tiranuelo de novelas de “El Coyote” de Pablo Iglesias, sin embargo, no precisa de tratados, porque es un cómic, un relato de viñetas sin fuste, como un TBO sobre el maquiavelismo de rufianes y forajidos de opereta.
En “El otoño del patriarca”, García Márquez describe la representación bufa y sarcástica de un coronel alzado como tirano absoluto sobre su mísera ensoñación ignorante, que desconfía hasta de las moscas y ordena disparar a las tormentas para que cambien los ciclos del viento mientras amaña los resultados de la lotería mediante un grupo de escolares encarcelados que sacan las bolas de los premios al tacto de la bola helada para que no se detecte el fraude ni el azar le desmienta la autoridad oracular al líder.
Iglesias sólo tiene un camino, el de consagrarse como sátrapa legendario en la Europa de la economía robotizada del siglo XXI o terminar con los huesos en la cárcel, convertido en un pelele de ojos alucinados predicando angustias y admoniciones como un fraile loco que negocia conjuras y magnicidios con sus demonios.
He dicho.
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