La actitud de estar continuamente refiriéndose a “las lenguas”, y de insistir en “bilingüismos” de diverso tipo, y vengan “lenguas”, coincide precisamente con la pérdida de amor a las lenguas, con la desaparición del aprecio a la belleza y el encanto que tiene cada una de ellas.
Se habla de lenguas y de idiomas de manera desafiante, reivindicativa, desagradable. O bien, en el contexto académico, de manera utilitarista, y rezumando connotaciones de negocio (¿cuándo estallará la “burbuja lingüística”?). Pero no se saborea lo hermoso, lo único que tiene valor: la riqueza y los matices específicos de cada lengua.
Una misma realidad adquiere connotaciones distintas, según en qué idioma se constate. Por eso, las buenas traducciones de grandes obras maestras constituyen otra pequeña creación a su vez; no son algo automático.
Y por eso resulta curioso, simpático, gratificante, el ir viendo cómo se dicen en cada idioma los nombres de países, y hasta los de las principales ciudades (sólo las importantes e históricas tienen traducción). Resulta halagador enterarse de que el nombre de la propia ciudad tiene tantas versiones, tantas grafías (que Sevilla sea “Seville” es más esperable; pero, ¡”Siviglia”!, en italiano, ¡cuán encantador! ¿Alguien puede ofenderse por eso?)
La pedantería ha hecho que la creciente movilidad geográfica se traduzca en un empobrecimiento, y no ensanchamiento de esta riqueza. Así, se tiende a mencionar tal o cual ciudad en su nombre local (“fuimos a Köln”) en vez de en español (“fuimos a Colonia”), para dárselas de entendido; le roban así, a las ciudades históricas, esa enorme riqueza de sus distintas versiones, que por sí solas enseñan historia. La versión española de muchos nombres centroeuropeos resulta particularmente sonora y rotunda, mantiene el eco latino perdido por el nombre local actual acaso (Colonia, Ratisbona, Polonia, Cracovia…).
Los que le toman afecto a un país o ciudad suelen complacerse en las distintas versiones de su nombre – porque todas transmiten algo. Pensemos en Escocia, por ejemplo. El nombre en francés, “l’Écosse” parece llevar consigo un reflejo de la poesía y la placidez de sus lagos (cosa que el propio nombre local, “Scotland”, acaso no tiene). Pero luego vemos la versión alemana, “Schottland”; aquí el nombre se aleja un poco de las poéticas brumas y nos recuerda más bien la contundencia teutónica. Un mismo lugar, un mismo sonido, puesto en distintas mentalidades, ¡qué curioso! “Escocia” o “la Scozia”, en italiano, suenan a transcripciones más neutras.
¡Cuánto ganan, muchas ciudades alemanas, al contar con más versiones de sus nombres, especialmente en las lenguas latinas! El escueto “Aachen”, (escueto por no decir acaso rudo) no transporta a las connotaciones históricas de su bellísimo equivalente en español, Aquisgrán, que parece llevar en alto espadas y coronas, que transpira a Carlos V y a Carlomagno, siendo su hálito sagrado recordado por el nombre en francés, Aix-la-Chapelle.
Transportados al italiano, muchos nombres centroeuropeos parecen adquirir un aire hasta juguetón. Tenemos “Norimberga” y “Monaco di Baviera” (por Nuremberg y Munich – “Nürnberg, München”); y también, haciendo ostentanción de su total ausencia de haches, los simpáticos nombres de “Amburgo”, “l’Olanda”… Las grandes capitales rusas se convierten en “Mosca” o “San Pietroburgo”.
La ciudad alemana cuyo nombre local actual es “Trier” a secas, ¿no se alegra de tener la sonora y hermosísima versión en español, Tréveris, que mantiene la solera de su historia milenaria, su pasado romano…? Los lugares europeos que, a diferencia de España, no vivieron en el corazón del mundo romano, sino sólo en su periferia, suelen “presumir” sin embargo, de haber tenido un nombre latino, y lo emplean cuanto pueden, de manera reivindicativa y a menudo comercial (“Caledonia”, por ejemplo). Pero si el nombre en latín se mantiene vivo y hablado en otras lenguas vivas (“Polonia, Colonia”, no es historicismo, es hablar en español o en italiano), ya no tienen ni que esforzarse en reivindicarlo; sus propios vecinos, o no tan vecinos, están recordando el esplendor de su historia hasta más que ellos mismos.
Son las ciudades históricas, claro, las que poseen el lujo de nombre traducido a otros idiomas. Las nuevas, las grandes capitales asiáticas, nacidas en un mundo globalizado, salvo levísimas diferencias de transcripción, se dicen ya igual en todas las lenguas. Y por supuesto, las ciudades no relevantes, antiguas o modernas, tampoco cuentan con más que su nombre local.
Durante el esplendor del comercio mediterráneo, la ciudad portuaria italiana de Livorno tenía la suficiente importancia como para tener traducción francesa, “Livourne”. Y la hoy “modesta” Perugia aparece en documentos españoles como Perusa; sería el nombre correcto en castellano, aunque, sin duda fruto del “dárselas de entendido”, desgraciadamente esta versión se haya perdido.
Es incomprensible que algunos no quieran que el nombre de su ciudad se traduzca. Pero en fin, allá ellos.
Para el resto, es de esperar que no perdamos esa riqueza maravillosa de matices, ese abanico de connotaciones, testimonios de una larga historia, que proporcionan los distintos nombres, según los idiomas, de una misma ciudad.