Cirio

Cirio derramador de lágrimas chorreando interminables por los guantes inmaculados del niño habitante en el éxtasis, cara al Gran Poder que emana de la andadura torturante del gigantesco hombre al que por nombre pusieron el de Jesús. Salvador –piensa el niño- de los que cabizbajos regresan a sus moradas como figuras rotas y el vacío en los bolsillos, de quienes se muestran casi ausentes y en sus ojos mortecinos la deriva hacia el abismo del alcohol o la heroína, de los que tienen la envoltura resquebrajada porque esclavizados entregan el sudor de la fatigosa senda a cada nervio desde el alba, de los que se arrastran por el filo mismo de la cuchilla, de los que padecen hambre y extienden las manos en los ángulos de cualquier esquina, de los que se mueren en portales o en solares de soledad infinita.

Cirio vivificante, luminaria pura que encandila el corazón del niño fascinado frente a la Esperanza de plata en la que mora la compunción sobrecogedora de la hermosa mujer a la que por gracia pusieron la de María. Regazo inmenso y misericordioso –piensa el niño- para los que son señalados y etiquetados y arrojados sin reparo alguno al más cruel de los desamparos, para los que se ahogan en un mar de dudas y que por no sentir no sienten ni siquiera los latidos de su propio corazón, para los que tiritan de pena y estallan en llanto amargo, para los heridos por el dardo del desamor, para todos los que sufren en las carnes el rechazo y la marginación por el pigmento de su piel o la filosofía de su credo, para los que no poseen estrellas y se hacinan en la cara oculta de la ciudad asesina,

Cirio puesto en el minúsculo talle del niño que en desfile y expectante se embelesa ante la mudez del nazareno, ante los faroles que adivinan y la cruz que guía, ante las cruces que exculpan, ante los pies descalzos, ante la cadena que ata y que por atar desata, ante el tono austero de la túnica y los innumerables dibujos en el aire del incienso. Cirio de los cielos, cirio. Cirio goteando libre un sinfín de añoranzas, esparcidas sobre los suelos adoquinados de aquella ciudad cana en donde dormita eternizada la memoria paterna; el rito vespertino de cada sagrado día con el salón de la casa engalanado de refulgentes anhelos, un sorbo dulce para el alma y otro para el cuerpo. Cirio de Semana Santa: bastón de tiniebla o blanquecina cera en que se apoya este pobrecito escribidor de existencia zigzagueante y ya fragilizada.




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