Por Macario Valpuesta.
El asunto este del monotema catalán va para largo. Y cuando un tema se prolonga en el tiempo, es seguro que quienes tienen más paciencia y mayor determinación suelen acabar imponiéndose. Y ¿hay alguien que dude de que los separatistas son, desde hace cuarenta años, unos pejigueras hartibles y unos pelmazos incombustibles? Sobre todo si no encuentran oposición delante. Con ese escenario, parece difícil dudar acerca de quiénes son los que, a la larga, se van a cansar antes.
Porque en este conflicto, desengáñense, tiene que haber vencedores y vencidos. Lo que los separatistas proponen es la creación de una república independiente y no hay término medio entre romper un territorio soberano o permanecer formando parte de él. Todos estos “entusiastas del diálogo”, empeñados en encontrar “fórmulas especiales de encaje”, es decir, una vía media entre la independencia plena o el mantenimiento de la condición de Comunidad Autónoma, deberían sentir vergüenza de suplicar a quienes ya han decidido que se quieren ir, que por favor se queden un poquito más, aunque sea a cambio de privilegios y de sinecuras inconfesables. Lo máximo que pueden esperar estos “extremistas del diálogo” es aplazar la independencia por unos años, a cambio de sacrificar la igualdad de todos los españoles y humillar la dignidad de España como nación. Conocemos demasiado bien a los separatistas como para pensar que se van a conformar con dar un pasito más hacia su total autogobierno y que se van a quedar ahí. Pero, además, es una cuestión de principio: Cataluña es parte integrante de España como lo es Galicia o Andalucía, y su permanencia en esta patria común no puede estar condicionada a beneficios particulares.
Quiero decir, por tanto, que cuando planteamos la cuestión en términos de conflicto y de firmeza (y no de diálogo) no hacemos más que jugar el partido en el campo que han escogido los separatistas, que es el de la ruptura unilateral. Si no queremos hablar en términos bélicos (guerra, batalla), por las resonancias que tales palabras implican, usaremos el vocabulario deportivo. De modo que diremos que el partido ya ha empezado y no puede acabar en empate, como está empeñado el gobierno de Rajoy. Puede haber en ese partido múltiples descuentos, prórrogas y penalties, sin duda, pero al final alguien tiene que ganar el encuentro, o ellos o nosotros; y el negarse a reconocer la urgencia de la victoria es lo que más desean los partidarios de la quiebra institucional.
Hay cuatro elementos que nos inspiran cierto optimismo con respecto al mantenimiento de la integridad territorial de nuestro país. En primer lugar, la actitud de S.M. el Rey don Felipe. Desde luego, no debería sorprender el hecho de que un Rey defienda con valentía la unidad del territorio sobre el que reina, pero la historia de nuestro país tiene tantos ejemplos de reyes felones, cobardes o perezosos que los últimos discursos de nuestro rey constitucional casi que nos han conmovido.
En segundo lugar, los últimos encarcelamientos demuestran que aún hay jueces que aplican el Código Penal sin complejos, a pesar de la escandalera de tantos medios y políticos, tan cobardes como cómplices, que se horrorizan de que los golpistas puedan acabar encarcelados. La prisión de estos sediciosos ha causado tanta satisfacción en la ciudadanía como pavor entre la élite de la partitocracia. Desgraciadamente, esa discrepancia no augura nada bueno para la causa de la nación española.
En tercer lugar, la debacle económica que le espera a una eventual Cataluña independiente es tan colosal, que es de esperar que finalmente no se atreverán a dar el último paso antes de caer en el precipicio. Bien es verdad que esta presunción se basa en un prejuicio que no está del todo demostrado, a saber, que el ser humano es un animal racional que no toma a sabiendas decisiones perjudiciales para sus intereses económicos. Pero los efectos perversos del sentimentalismo nacionalista, mezclados con los delirios ideológicos de la muy izquierdista sociedad catalana, bien podrían justificar una deriva suicida, de modo que haríamos mal si nos limitamos a esperar su sensatez.
Por último, nos queda el noble pueblo español, que en las últimas semanas está dando muestras de un patriotismo que hemos echado de menos durante muchos años. Las banderas en tantos balcones de todo el país, la asistencia a las manifestaciones por la unidad de la nación, las páginas web que han surgido en defensa de la unidad de España (les recomiendo vivamente Dolça Catalunya y Resistencia catalana) nos reafirman en la idea de que España, como nación, no ha muerto, que hay en el pueblo grandes reservas de energías que en cualquier momento pueden reverdecer.
Sin embargo, subrayo los dos factores que me hacen ser pesimista. Uno ya lo hemos comentado: los separatistas son erre que erre y no se van a bajar tan fácilmente del burro. En segundo lugar, la falta de voluntad política de los partidos “constitucionalistas” de dar la batalla sin complejos contra el separatismo es evidente. El 155 que han aplicado no puede ser más vergonzante, más endeble y efímero, como si quisieran pedir perdón por hacerlo. Ni se va a tocar la televisión, ni la educación, ni las subvenciones a las entidades que trabajan para sembrar el odio entre españoles. Todo indica que dentro de un mes podemos estar en las mismas, o incluso peor, ya que los separatistas presumirán de haber ganado una nueva batalla.
La maniobra para desarmar la movilización de la ciudadanía ya está en marcha, por parte de los medios de comunicación y las instancias del poder. Los partidos políticos con representación parlamentaria están en su idea de consagrar para los restos las autonomías disgregadoras, para tener más campo para sus carguillos y mamandurrias variadas. Aquí solo nos salvaría un nuevo dos de mayo.
Permítanme que, por ahora, sea pesimista.