Cantar en la cárcel

Aquella llamada telefónica me dejó algo perplejo, porque se me hacía una petición que jamás hubiera imaginado, y que consideraba poco probable poder atender porque no dependía de mí, sino de un grupo heterogéneo de amigos cuya reacción era toda una incógnita: que la tuna de Económicas, a la que pertenezco (“tuno hasta morir”), le cantara a las mujeres del centro penitenciario de Alcalá de Guadaira.  

Mi conocimiento de las cárceles se limitaba a las películas que había visto en cine o televisión: “Papillon” (1973), “El expreso de medianoche” (1978), “Cadena perpetua” (1994), “La milla verde” (1999), “Celda 211” (2009) y la recientemente galardonada “Modelo 77” (2022) entre otras, pero nada más.

Bastaba que la sugerencia, de llevarse a cabo, me pareciera encomiable por la carga de afectividad que encerraba, que me la hiciera el diácono de la prisión, mi amigo Félix, y que supusiera la primera vez que una tuna fuera a cantar a una cárcel de mujeres en toda Andalucía (no sé si en España), para que me animara a plantearlo en el siguiente ensayo.

Así lo hice, y cuál fue mi sorpresa cuando veinte de mis compañeros me hicieron saber que podía contar con ellos. No importaba que fuera un sábado de mayo, tiempo de primeras comuniones, a primera hora de la mañana, ni que hubiera que desplazarse a casi treinta kms. desde casa, que allí estarían.

En efecto, con sus guitarras, laúdes, bandurrias, panderetas y bandera, “la naranja” (nombre con el que se conoce a la tuna de Económicas por el color de su beca) estaba allí con puntualidad. Afinamos los instrumentos, y nos dirigimos puntualmente al control de entrada con el fin de cumplir con los trámites pertinentes para poder acceder al recinto y realizar aquella primigenia actuación.

Me sorprendí al encontrarme allí a tres conocidos, dos de mi antiguo trabajo en Caja San Fernando y una señora de mi barrio como voluntarios, que nos dieron la bienvenida y nos anunciaron que habíamos generado una gran expectación entre las internas, observación que nos llevó a ponernos las pilas, más si cabe, y a mentalizarnos de que aquello no iba a ser ni un “parche” (canciones a turistas por el barrio de Santa Cruz), ni la  acogida de una novia al salir de su enlace matrimonial.

Mientras se descorría un gran portalón que nos hizo recordar la película “Parque Jurásico”, un compañero en conversación amical me comentó “Bueno, al menos ya no nos podrán decir aquello de <, … estuve en la cárcel y no me visitaste, …>”. Pues sí, le contesté. Entre tanto, quedábamos impresionados por el sonido de las puertas correderas de la prisión, y visión de las altas torres de vigilancia con las alambradas.

Tras sortear un patio interior que cruzamos bajo la atenta mirada de un grupo de reclusas, accedimos al salón donde había montado un escenario con la enara de la Pastoral Penitenciaria. Pasados unos minutos comenzaron a entrar internas y se acercó a saludarnos la directora de la prisión, una joven pucelana que con acento castellano y un derroche de simpatía nos dio la bienvenida.

Y comenzó la actuación, entre aplausos enfervorizados y una forma de jalear las canciones llenas de entusiasmo. Los acordes de “Compostelana” (“Pasa la tuna en Santiago…”), “Barrio brujo” (“Plaza preciosa de Doña Elvira…”), “Alma corazón y vida” (“… esas tres cositas nada más te doy…”), “María la portuguesa” (cantada por la directora de la prisión porque su padre se la ponía en el coche de pequeña) y otras canciones, como el eterno “Clavelitos”, llenaron de notas musicales cantadas a coro aquellos muros y nos hicieron olvidar a todos, a ellas y a nosotros, dónde estábamos. Una actuación epatante.

Hubo dos momentos muy especiales: cuando nuestro bandera sacó a bailar a una de las internas (pocas veces he visto unos ojos de mujer tan expresivos), y cuando alguien le sopló al respetable público que era mi cumpleaños: nunca me habían cantado el cumpleaños feliz sesenta mujeres a la vez. Sencillamente, inenarrable.

Nos despedimos al son de nuestro pasacalles favorito (“Hoy vuelvo a ser vagabundo por tus lindas calles, un don Juan, un juglar un poeta que con mi guitarra te hacía soñar”), dándoles las gracias, porque aunque a algunos lectores les cueste creerlo, nos fuimos con la sensación de que habíamos recibido más de lo que habíamos entregado, y eso que lo habíamos dado todo.

Al salir, y ya camino de casa, con el jubón y la beca aún colocados, mientras me alejaba del centro penitenciario, vi con claridad por qué la única persona a la que se le garantizó su estancia en el Paraíso fue un ladrón arrepentido, en los estertores de su agonía.

Alberto Amador Tobaja: aapic1956@gmail.com




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1 Comment

  1. José Antonio Molino dice:

    No puedo sino felicitarte por haber vivido una experiencia tan enriquecedora, habéis repartido alegría y Esperanza que no es poco. Nunca he vivido una cosa así, pero supongo que aprendes que en el interior de una prisión, no todo es oscuridad.

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