Buenismo universal

Revisitaba el otro día esa gran película del cine español que es “Historias de la Radio”, de 1955, (con unos inconmensurables Alberto Romea, José Luis Ozores, Pepe Isbert, un jovencísimo Paco Rabal, Juanjo Menéndez, Ángel de Andrés, o secundarios de lujo como Xan Das Bolas o Tony Leblanc), dirigida por uno de los grandes del cine español, José Luís Sáenz de Heredia, a la sazón primo de José Antonio Primo de Rivera y vilipendiado durante años por la crítica cinematográfica sesuda y sectaria por este parentesco con el fundador de Falange así como por haber dirigido la película “Raza”, a partir de un texto del mismísimo Francisco Franco, o el documental “Franco, ese hombre”, por encargo de Fraga Iribarne. Sáenz de Heredia formó desde los primeros años de postguerra, junto con ilustres como Juan de Orduña, Edgar Neville o Rafael Gil  un grupo de directores magníficos técnicamente y que sabían cómo entretener al público con cine de calidad.

Pues bien, en esa divertida a la par que emotiva película, se nos mostraban tres historias que ocurrían todas ellas con el fondo común de la radio de aquellos años. Tres historias que, sobre todo la segunda y la tercera (una de ellas sobre una persona honrada a la que las circunstancias obligan a robar, la víctima de ese presunto robo, un sacerdote que media entre ellos y un indigente que es recuperado para la iglesia gracias a….pan y membrillo. La otra sobre cómo todo un pequeño pueblecito se vuelca en ayuda de un niño muy enfermo y de cómo un maestrillo nacional de esa aldea logra la ayuda que este necesita merced a sus conocimientos y a un gol de juventud), nos hablan de amor al prójimo, fé, solidaridad con el más cercano, generosidad…En fin, todas ellas virtudes hoy desgraciadamente devaluadas en esta sociedad egoísta y deshumanizada en la que nos tocó vivir.

Viene todo ello a propósito (además de a que me apetecía rememorar esa magnífica muestra de cine español, que no se inventó con Almodóvar, como algunos parecen creer) de lo que ahora les voy a relatar y que habla sobre todo lo contrario a lo que pregonaba esa película.

En estas últimas semanas y, en concreto, desde el tres de febrero, justo el día siguiente a la celebración de la ceremonia de los premios del cine español, los Goya, a causa del triunfo de la película “Campeones”, y, sobre todo, a las palabras de uno de sus actores, Jesús Vidal, que fue premiado como actor revelación, mucho articulista de prensa escrita así como, no iban a ser menos, programas de televisión a la caza de audiencia, han explotado el asunto de la “inclusión” del discapacitado, la “normalización” de su presencia, etc, mercadeando con fines espurios, que nada o poco tienen que ver con abogar por el bienestar de esas personas, con los sentimientos removidos por esa ola de lo que yo he dado en llamar “buenismo universal”, sensiblero, lloriqueante, e inmensamente hipócrita, que produjo el discurso de Jesús.

He querido dejar pasar unos días antes de escribir estas líneas. Más que nada para calmar mi, digámoslo sin ambages, cabreo.

Cabreo generado, en primer lugar, y ya lo he esbozado yo mismo en algún que otro artículo, porque una gran parte de los que aplaudían de pie y con los ojos llorosos la emotiva plática de Jesús Vidal, así como de los que lloraban en sus casas viéndola, jamás hubieran traído al mundo ni a Jesús ni a ninguno de los protagonistas de esa película. Habrían abortado antes.

Y en segundo término, y es de lo que, sobre todo, quiero hablar aquí, porque, aceptando que existe gente con un alma generosa y bella y que aplaudía y lloraba desde el corazón, incluso esa buena gente, si tiene cercano a un amigo, conocido o familiar discapacitado, irá a fiestas, viajará y, en fin, hará mil cosas en las que no podrá estar su amigo, su conocido o su familiar discapacitado. Y eso, solo si el discapacitado tiene amigos o conocidos porque su grado de discapacidad no sea severo. Si lo es, si es un paralítico cerebral profundo, como es el caso de muchos, como lo es el de un precioso niño que me resulta muy cercano, un crío que no sostiene ni el tronco ni la cabeza, ciego de nacimiento, que no puede hablar ni articular casi sonido alguno y que sólo puede alimentarse de biberones de batido nutricional, pues no puede tragar ni masticar otra cosa… nunca tendrá ningún amigo. Incluso los tíos de ese niño o sus  abuelos lo mirarán con conmiseración y lástima y le harán una leve caricia, pero luego se retirarán y volverán a sus vidas y ese niño quedará solo con sus padres. Se quedará con sus padres y con sus hermanos, si los tiene. Porque nadie sabe, salvo el que padece esa soledad, cuán tremenda es la de los padres de hijos discapacitados.

Y creo estar en el derecho de decir que esta ola falsa e hipócrita de buenismo universal con el discapacitado a partir de las palabras de Jesús, me produce sensaciones encontradas. Y me las produce porque muchos, la mayoría, de los que las aplaudieron desde sus casas, e incluso se emocionaron con ellas, luego desvían la mirada o directamente miran con un mal disimulado gesto de repulsión cuando ven a un niño de estos por las calles de su ciudad en su silla ortopédica empujada por su padre o su madre. ¿Nadie se pregunta por qué se ven poquísimos niños, o no tan niños, discapacitados profundos en la calle o en las playas o en un bar o restaurante… si no es en las cercanías de un hospital? Cuento lo que sé de eso y es que es difícil, muy difícil, mantener el ánimo y no encararse con más de uno o una cuando ves sus miradas a ese hijo tuyo o incluso a los propios padres. Miradas insidiosas e hirientes que se clavan como puñales en el corazón y que parecen decir: ¿qué diablos habrán  hecho estos padres para tener esta desgracia? o ¿cómo se atreven a sacarlo a la calle o traerlo a la playa o a este restaurante y que me amargue mi precioso día de sol o mi magnífica cena con su presencia?

Y esos padres, tras enfrentarse a esos gestos y miradas lacerantes una y otra vez, cuando lo único que intentan es tener una vida normal y poder hacer lo que hace cualquier familia, para, sobre todo, que sus otros hijos disfruten de una infancia feliz y no echen de menos nada de lo que disfrutan sus amigos o compañeros de colegio, regresaran a sus hogares en muchas ocasiones reprimiendo las lágrimas para que ellos no se den cuenta.

Así que, por mucho que ahora esté de moda (temporal, todo dura poco en estos tiempos) hablar de “inclusión” y la gente se solidarice, sinceramente o no, con los discapacitados y sus familias, al final, los padres están solos, muy solos.

Tenía que decirlo porque llevo desde el día dos de febrero con esa sensación más agria que dulce. Disculpe el que, por azar, lea estas líneas, si me he alargado demasiado, y, sobre todo, si he molestado a alguien, pues no era mi propósito.

Desahogos como este que me he permitido supongo que son lo que ahora se dice “políticamente incorrectos”, pero sinceramente creo, aunque puedo equivocarme, deberían ser necesarios en esta sociedad donde todo da igual, en que el relativismo moral lo invade todo, en que cada uno de nosotros vivimos en nuestros pequeños cubículos sin dejar que nada penetre las confortables cortezas de seguridad y bienestar que creamos a nuestro alrededor y rehuimos la visión de todo lo que puede alterar nuestro pequeño mundo. Nunca antes la sociedad ha sido tan insensible y, al mismo tiempo, tan hipócrita.

Y lo que me da derecho a escribir estas líneas es que he padecido cientos, miles de veces esas miradas, porque ese niño del que hablaba… es mi hijo.




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