Acercarse al Misterio

El término “Misterio” es una de esas palabras que nuestro diccionario de la Real Academia Española define con más acepciones, y casi todas ellas religiosas. La primera alude a cosa arcana, que no se puede comprender, y que en la mayoría de los casos optamos por interiorizarla asumiendo que no se puede explicar, o, por ese mismo motivo, rechazándola porque escapa a la razón. La segunda es la de asunto muy reservado, que no se hace público y es sólo conocido por unos pocos, si bien la tercera ya lo asocia a cosas secretas de cualquier religión, no sólo de la cristiana.

Es ya en la cuarta cuando se centra en la religión cristiana, al afirmar que va referido a una cosa inaccesible a la razón y que debe ser objeto de fe, mientras que en la quinta se nos concreta como cada uno de los pasos de la vida, pasión y muerte de Jesucristo, cuando se consideran por separado.

Mi interés al escribir estas líneas no es el de aburrirles con una disquisición léxica, ni mucho menos, sino el de realizar una breve introducción a lo que de verdad nos envuelve en estas fechas que no es otra cosa que el Misterio, con mayúsculas, de la Navidad.

Por estas latitudes, poner el Misterio en nuestras casas, es poner el belén, representando por lo general a la Sagrada Familia en un pesebre o, según otras versiones, en un establo, granero o cueva, donde, según Lucas 2,7, nació el Niño. La tradición los acompaña de una mula y un buey, según el relato de los Evangelios apócrifos y del texto del libro de los profetas (Isaías 1,3, “Conoce el buey a su amo, y el asno el pesebre de su dueño; Israel no me conoce, mi pueblo no discierne” y Habacuc 3,2, “…en medio de los animales te manifestaste,…”, este último texto según la versión griega de la Biblia).

Las primeras representaciones belenísticas hemos de buscarlas en las catacumbas de la época romana, y más concretamente en un fresco del siglo III hallado en la Capella Greca (capilla griega), en las catacumbas de Priscila en la Vía Salaria de Roma. La escena muestra la figura de la Virgen María estrechando en su pecho al niño Jesús envuelto en pañales. Frente a ellos aparecen los tres Magos de Oriente, que visten una túnica corta, sin manto, gorro ni corona.

Pasamos desde ahí al año 1233, cuando San Francisco de Asís llegó a la población de Greccio, en la región italiana del Lazio. Con el fin de evangelizar a la población de la región, mayoritariamente analfabeta, Francisco pidió una dispensa al papa Honorio III para crear el primer belén en una cueva muy cerca de la ermita de la localidad. Con la ayuda de Giovanni Velita, un señor feudal, que le proporcionó el pesebre, la paja y los animales, el futuro santo (aunque algunos historiadores afirman, sin embargo, que quien realmente ofició la misa aquella noche fue san Antonio de Padua) convocó a los habitantes del pueblo al toque de la campana de la iglesia. Debido al frío invernal de la región, la figura del niño Jesús fue sustituida por un muñeco, pero no así la de los animales que sí eran reales. Es aquí donde para muchos radica el origen del Misterio en las casas.

Al parecer, la primera forma moderna de belén se debe a san Cayetano de Thiene, que en 1534 ideó un pesebre con figuras de madera pintadas que iban cubiertas con ropajes de la época y cuya cabeza estaba hecha de terracota, cartón piedra o madera. Durante el Barroco, la tradición del belén alcanzó también a las casas señoriales, aunque muy pronto los hogares más humildes quisieron imitar también a los señores. Muy reconocidos a nivel mundial son los belenes napolitanos del siglo XVIII, que reflejaban el entorno del Nápoles de la época, mezclando lo sagrado y lo profano, e incluían a personajes populares de la ciudad. De hecho, su introducción en España se debe a Carlos III, que había sido rey de Nápoles y era un gran entusiasta de aquella tradición.

Y así llegamos hasta nuestros días, con representaciones de belenes vivientes (no se pierdan, si pueden, el de Higuera de la Sierra), teatros escolares, belenes en los escaparates y en las casas, y en todas ellas, el Misterio de un Dios que no cabe en el Universo y que se acunó en la Virgen María, misterio de Amor Universal.

¿Cómo nos acercamos a él? ¿Con qué mirada? ¿Cómo lo vemos? Porque yo distinguiría tres formas: con la luz de una cerilla, es decir, con los sentidos (el tacto, el sonido del chisporroteo al encenderla, el olor del fósforo…); con una linterna, o sea, con la luz de la razón, que nos permite escudriñar la Historia, los materiales, sus versiones… o con la luz del Sol, de ese “Sol que nace de los alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte y que guía nuestros pasos por el camino de la Paz” (Benedictus). Que Él ilumine nuestras vidas. Feliz Navidad.

Alberto Amador Tobaja: aapic1956@gmail.com




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1 Comment

  1. Charo dice:

    Muy interesante y entrañable.

    Feliz Navidad.

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