Uno de mis más viejos y vividos recuerdos de niñez, que me viene de tanto en vez a la memoria, está relacionado, como no, con una de mis grandes pasiones, el cine. Y es la emoción que sentí al ver por vez primera una imagen: una puerta abierta a través de la cual se ve a John Wayne con su andar inconfundible, agarrándose un brazo herido, alejarse en soledad hacía no se sabe dónde mientras, dentro de la casa, una familia, la que él nunca ha tenido, celebra el regreso de una niña ya mujer. Finalmente, detrás de ese hombre que se aleja, solo, una vez más, se cierra la puerta de un hogar en el que él no tiene cabida y aparece el The End.
Hasta unos cuantos años después de que el niño que yo era contemplara esas imágenes que quedaron grabadas en su retina, no supe que aquella escena pertenecía a una maravilla llamada “Centauros del desierto” (aunque en realidad su título era “The Searchers”) y que la dirigía el que, con el tiempo, he llegado a considerar el mejor director de ese arte que llamamos el séptimo.
A muchos niños como lo era yo entonces nos hicieron adictos a esa droga dura que se llama cine esas películas donde aparecía el Séptimo de Caballería, indios sioux o comanches y vaqueros, montañas espectaculares en medio de un desierto árido y pedregoso que, luego supimos, era Monument Valley, el decorado preferido de nuestro hombre. De cobardes que se convertían en héroes y valientes que se tornaban cobardes por amor….
Sean Aloysious O, Feeney nació en el estado de Maine en el año 1894, en concreto en el pueblo de Cape Elizabeth, como su nombre indica un pueblo costero con paisaje rocoso y protegido por un faro que podría haber sido cualquiera de los que se encuentran en las agrestes costas irlandesas.
Sus padres, emigrantes irlandeses procedentes de Galway y las islas Aran, no le dejaron olvidar sus raíces, lo instruyeron en el gaélico y le inculcaron el amor a las verdes tierras irlandesas.
No deja de ser paradójico que el que para muchos es el más genuinamente americano de los directores de cine, fuera el más irlandés de todos.
No es la única paradoja que se da en John Ford. El director por muchos años marginado y minusvalorado por la progresía de todo el mundo por considerarlo ultraconservador, racista, machista y mil pecados mortales más según la crítica más izquierdista y miope, es el mismo que, en una asamblea donde se atacaba al director y guionista Joseph Leo Mankiewicz, que fue acusado de militancia comunista por parte del también director Cecil B. de Mille, tomó la palabra con esa famosa frase con la que ironizaba sobre su propia imagen preconcebida, “Me llamo John Ford y hago películas del oeste…”, para defender a su compañero de esos ataques y denunciar las actividades del Comité de Actividades Antiamericanas que desató lo que se llamó la caza de brujas en Hollywood que retrataron después muchas películas, entre otras la maravillosa “Tal como eramos” de Sidney Pollack que protagonizaban una deslumbrante Barbra Streisand y Robert Redford.
Así lo narró Peter Bodganovich según se lo contó el propio Joe Mankiewicz: “Se levantó: ‘Me llamo John Ford’, dijo. “Hago películas del Oeste”. Hizo un elogio de las películas de De Mille y de De Mille como director: “No creo que haya nadie en esta sala”, dijo, “que sepa mejor lo que quiere el público estadounidense que Cecil B. De Mille, y desde luego sabe darle lo que quiere” Luego miró directamente a De Mille, que estaba sentado frente a él. “Pero no me gustas, C. B.”, le dijo, ”y no me gusta lo que has estado diciendo aquí hoy. Propongo que demos a Joe un voto de confianza y luego nos vayamos a casa a dormir un poco.” Y eso fue lo que hicieron.”.
Fue uno de los pocos valientes firmantes de un manifiesto (con William Wyler, Humphrey Bogart, Lauren Bacall, John Huston…) denunciando las listas negras que bajo la dirección del senador McCarthy se habían elaborado y que llevaron a muchos directores, guionistas, actores, la mayor parte delatados por sus propios compañeros que por miedo a perder su status se convertían en chivatos, al ostracismo, al exilio en Europa realizando películas de serie B o coproducciones de ínfimo presupuesto o a firmar guiones con seudónimo (como por ejemplo Dalton Trumbo, al que rescató de la ruina Kirk Douglas pidiéndole que realizara el guion de “Espartaco”).
La caricatura del Ford misógino y machista también queda desmontada por la cantidad de mujeres más fuertes, maduras y voluntariosas que la mayoría de hombres que aparecen en sus films…
Como todo genio Ford era un ser complejo: rudo y brusco, huraño, pero con una profunda sensibilidad, e inquebrantable amigo de sus amigos.
De él dijo uno de ellos, su amigo Frank Capra, también hijo de inmigrantes:
“John es mitad tirano, mitad revolucionario; mitad santo, mitad demonio; mitad posible, mitad imposible; mitad genio, mitad irlandés…”
Y James Stewart dijo: “Coge todo lo que hayas oído decir”, “todo lo que hayas oído decir en tu vida… multiplícalo por cien, y seguirás sin tener una idea de John Ford”.
John Ford, el racista, el enemigo de los indios, realizó “El gran combate” o “El sargento negro”, un claro alegato a favor de los indios y como fueron confinados en reservas, la primera. Una denuncia de la discriminación de los soldados de raza negra en el ejército americano, la segunda. Otra paradoja.
Y en el mejor libro escrito sobre él, el que escribió Bodganovich de resultas de la entrevista que hizo al maestro durante el rodaje de “El gran combate”, se puede leer:
“Le aseguro”, dice Harry Goulding, que antes era el propietario del Refugio de Monument Valley, «que pa los navajos el señor Ford es una especie de santo. Ca vez que pasan un mal momento, macho, aquí llega esto, como un milagro. En la depresión, las estaban pasando morás. Rediez, si hubiera entrado en nuestra tienda un indio con un dólar para comprar, la señora Goulding y yo nos desmayamos. Bueno, llega el señor Ford para hacer La diligencia y dio empleo a veinte indios y se salvaron muchas vidas. Luego, cuando acababa de rodar aqui La legión invencible, tuvimos una tormenta que dejó el valle tapado bajo casi cuatro metros de nieve. Nos echaron comida los aviones del Ejército. Gracias a eso y a los doscientos mil dólares que había dejado él, pues se impidió otra tragedia. Y en el sesenta y tres se enteró de que aquí sus amigos iban a pasar hambre y aquí se plantó a hacer El último combate. Sabe usté que lo han adoptado en la tribu navajo. Tienen un nombre especial pa él. Lo llaman Natani Nez. Es un nombre pa él solo. Natani Nez quiere decir el Soldado Alto.”
Si hay algún paisaje que identifiquemos con ese “Soldado Alto” (que prestó sus andares característicos a su gran amigo y actor fetiche, el Duque, “Duke” John Wayne), hasta el punto que muchos directores dejaron de rodar allí por opinar que sería un plagio, es, como dije más arriba, ese conjunto de montañas, colinas y mesas rojas llamado Monument Valley, donde rodó nueve películas: La diligencia, Pasión de los fuertes, Fort apache, La legión invencible, Wagon Master («El jefe de la caravana»), Río Grande, Centauros del desierto, El sargento negro y El gran combate. En Hollywood lo llamaron “la tierra de Ford”.
Pero hay otra “tierra de Ford”, y es la tierra irlandesa. Esa tierra donde rodó “El delator” (1935), donde Gypo Nolan, un hombre simple y de poca cultura, miembro expulsado del IRA, acuciado por la necesidad, delata a su mejor amigo por veinte libras para poder conseguir su sueño de poder viajar a Estados Unidos para iniciar una nueva vida con su novia, prostituta. La mala conciencia y la culpa le perseguirán desde ese momento.
Es también la tierra irlandesa de las tres historias que integran la poco conocida “The Rising of the Moon” de 1957 con un reparto de perfectos desconocidos porque la protagonista aquí, la “heroína”, es la propia Irlanda.
Pero, sobre todo, es la tierra de la Irlanda tradicional soñada por Ford y retratada en “El hombre tranquilo”, mi película preferida de Ford junto con “El hombre que mató a Liberty Valance”, esa tierra del imaginario e idílico pueblo de Innisfree, rodeado de praderas verdes, pero que no está en los mapas porque dicen los libros de viajes que el decorado donde se desarrolla esa obra maestra, prodigio de belleza, inteligencia y sensibilidad es en realidad el pueblo de Cong, en el condado de Galway.
Tonterías. Para todos los que adoramos ese cuento mezcla de comedia costumbrista, drama romántico y western, Innisfree es a la vez tan real y tan onírica como la imaginó Ford basándose en uno de los relatos de Maurice Walsh, publicado en 1933 en The Saturday Evening Post y posteriormente en un libro que incluía otras historias y llamado The Green Rushes. Con sus campos verdes, sus personajes pintorescos y característicos y sus jarras de Guinness en el pub, con la música compuesta primorosamente por Victor Young y, sobre todo, con ese boxeador americano derrotado por su conciencia, interpretado por un inmenso John Wayne, que vuelve a la tierra de sus antepasados, y esa pelirroja indómita todo fuego y pasión, esa Mary Kate que es Irlanda entera en un cuerpo de mujer y que no podía haber personificado ninguna actriz mejor que Maureen O,Hara.
Casi veinte años le costó a Ford llevar a la pantalla el relato de Walsh desde que, en 1936, le dio al autor una señal simbólica de tan solo diez dólares para asegurarse que, si alguien la llevaba al cine, sería el.
Nunca diez dólares fueran mejor empleados.
Danny Borzage, uno de los actores de reparto fijos en las películas de Ford, su “compañía estable” podríamos decir, amenizaba con su acordeón cada vez que se desmontaban los decorados una vez que el director, su amigo, daba por finalizado un rodaje. La pieza que tocaba indefectiblemente en esos solemnes momentos era “Bringing in the Sheaves” (“Cargando las gavillas”) que solía tararear el propio Ford. Cuenta Joseph McBride en su libro con Michael Wilmington, “John Ford”, que, cuando los asistentes a la misa funeral por el director comenzaron a salir lentamente de la iglesia, el organista, no Danny, tocó ese mismo himno. McBride se acercó a Borzage un momento y le preguntó si se arrancaría a tocar con su acordeón al pie de la tumba de su amigo unas estrofas de “Shall We Gatter at the River?” (“¿Nos reuniremos en el rio? “), otro himno cristiano tradicional predilecto de Ford. Apretándole fuertemente la mano mientras lloraba,<<< el barbudo anciano no pudo más que musitar: “no podría soportarlo”.
En una ocasión un periodista le preguntó a Ford que le parecía que se le hubiera definido por algunos como “el gran poeta de la epopeya del Oeste”, y el respondió: “No sé qué es eso. Yo diría que es una gilipollez”.
También es suya la frase “No hago películas para hacer obras de arte. Ruedo películas para poder pagar las facturas”.
Pero sin duda lo era. Un artista y un poeta. El gran poeta del Oeste, pero también el de la Gran Depresión (“Las Uvas de la Ira”) o el de la nostalgia por lo que ya no volverá y, por supuesto, el de una Irlanda soñada como la de Innisfree.
Mucho más, como para llenar toda una enciclopedia, se podría contar de él, pero terminaré diciéndoles, si han tenido la paciencia de leer hasta el final de este artículo, que no puedo imaginar ningún calificativo mejor para definir al yankee más irlandés, Sean Aloysious O, Feeney, John Ford para la historia del cine, que aquel que, en una de las más famosas secuencias de El hombre tranquilo, pronuncia el maravilloso Barry Fitzgerald en su inolvidable y pintoresco personaje de Michaleen Flynn, cuando entra en la habitación de los recién casados Mary Kate y Sean Thornton y, al contemplar la cama que ha sido el lecho nupcial de la pareja, totalmente deshecha y destrozada, exclama admirado: “¡HOMÉRICO!” ………….
LA ISLA DEL LAGO DE INNISFREE
W. B.YEATS
Me levantaré ahora e iré, iré a Innisfree,
y haré allí una humilde cabaña de arcilla y zarzas;
nueve hileras de judías tendré allí, una colmena que me dé miel
y viviré solo en un claro entre el zumbar de las abejas.
Y allí tendré algo de paz, pues la paz viene gota a gota
y cae desde los velos matinales a donde canta el grillo;
allí la medianoche es una luz tenue, y un cárdeno brillo el mediodía,
y colman el atardecer las alas del pardillo.
Me levantaré ahora e iré, pues siempre, día y noche,
oigo el rumor del lago ante la orilla;
cuando estoy en la calzada, o en las grises aceras,
lo oigo en lo más hondo de mi corazón
(Gracias a la magnífica traducción de Antonio Rivero Taravillo)
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