Ninguna sorpresa en Marlaska

Marlaska es la punta del iceberg del Poder Judicial. Y sorprende que sorprenda. Resulta inesperado que ahora tantos y tan buenos comentaristas políticos y grandes observadores del país, se lleven las manos a la cabeza por el hecho de que haya sido precisamente un magistrado quien, en sus funciones como Ministro del Interior, haya roto la independencia entre poderes del Estado hasta pulverizarla en mínimos cristales quizás ya imposibles de restañar.

La corrupción del Poder Judicial en España no acaba de empezar con Marlaska por cesar al ex director de la Guardia Civil. La corrupción viene de lejos haciendo una larga travesía de descrédito entre la sociedad  -y hasta para los profesionales del Derecho como abogados-, que desde hace muchos años la tiene por “un cachondeo”.

Marlaska no es más que la consecuencia de esa Justicia cuando uno de sus miembros llega a formar parte del Gobierno. Marlaska trae los tics y las inercias de una Justicia hace décadas politizada, dictando sentencias miserables e incomprensibles para la ciudadanía, que no ha parado de sufrir los efectos espantosos que causa la inseguridad jurídica.

Es ya demasiado el tiempo que se ha clamado por una reforma profunda de la Justicia que parece no haber interesado con sinceridad a nadie que la reivindicaba. Y por eso así nos vemos a estas alturas y cualquiera sabe cómo llegaremos a vernos todavía. Las leyes españolas, incluida la norma suprema que es la Constitución, han ido transformándose poco a poco y por intereses de todo tipo en auténtico papel mojado que a veces, con honrosas excepciones, se salvan en el respeto que les tienen unos pocos, muy pocos, entre ellos algunos destacados jueces, que ya provocan hasta admiración.

Marlaska es el más visible botón de muestra de lo siniestro que se ha vuelto el Estado de Derecho, de la destrucción del tejido institucional, imprescindible como soporte y base de la vida democrática consagrada constitucionalmente desde 1978.

Respecto de la Monarquía, por ejemplo, apoyamos a la Corona española y, por ende, profesamos fidelidad a Su Majestad el Rey Felipe VI. Pero no podemos compartir afirmaciones del monarca como la de que “España es una gran Nación”, que comprendemos está obligado institucionalmente a declarar, a fin de animar siempre y en todo momento la mejor actitud de colaboración y unidad de los españoles. Sin embargo y sintiéndolo mucho, no somos una gran Nación. Lo fuimos en otros momentos históricos, pero no ahora, como salta con evidencia a la vista de todos. Puede que en lo más profundo de las entrañas de este país se guarde su grandeza, pero la realidad se muestra completamente opuesta al espíritu de expresarla. La única identidad que de nosotros están dando los acontecimientos actuales, es la de un pueblo enfrentado ya en miles de asuntos diarios, y cuyos derroteros, de seguir por esta ruta de atentados a la convivencia, dan pánico.




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