Los pinchazos de tres ruedas de las cuatro que tiene un coche pueden servir la metáfora de este Día Internacional de la Mujer, que no ha logrado las mayoritarias expectativas de convocatoria, de movilizaciones, de ideología de género y no digamos de huelga. Un fracaso rotundo que se queda en la cuneta de unas demandas sin eficacia, sin suelo ni tiempo real contemporáneo, sin argumentos sólidos, sin verdadera pretensión de establecer la igualdad entre hombres y mujeres, en el único bloque de la manipulación.
El feminismo oficial se desmorona. Las mujeres no se sienten manada ni rebaño. Rechazan el pastoreo. Quieren decidir ellas mismas lo que ellas mismas, y en cada caso particular, quieren ser. No están dispuestas a permitir patentes obligatorias ni controles de definición. No toleran ya que sean precisamente otras mujeres las que, desde los movimientos feministas subvencionados, les marquen sus pasos, sus tendencias, sus pensamientos. Además, las sienten como inductoras al suicidio de su auténtica naturaleza.
Hoy se ha probado el hecho de que el amplio conjunto de las mujeres no se sienten representadas por aquellas otras que abanderan un feminismo que ilumina en morado la fachada del Congreso de los Diputados, pero no entra abierta y sinceramente en las leyes. Por más que muchos medios de comunicación de todo tipo -televisivo e impresos- hayan pretendido magnificar unas manifestaciones poco nutridas y llenas de huecos y distancias entre sus participantes; por más que el vocerío haya buscado en el volumen disonante unas razones de peso que ya no les asisten por parte de la inmensa mayoría de las mujeres y de los hombres de este país, esos mismos medios no se han atrevido, manipulando contextos, a ofrecer con valentía fotografías panorámicas o vistas aéreas extensas -como las de la plaza de Colón a la que tanto restaron importancia-, ciñendo sus encuadres a planos medios y cortos con los que retratar mucho ruido y pocas nueces. Ni siquiera han sido capaces de arrojar cifras de participación, en un vergonzoso y nada profesional ahínco por el disimulo de un más que prudente éxito. En Sevilla, sin ir más lejos, la Policía Nacional arrojó el dato de 50.000 asistentes a la marcha de la tarde, mientras que el interesado Ayuntamiento la cifró en 130.000 personas -notable diferencia-, hinchando y excediendo con creces su premeditado triunfalismo.
50.000 personas es una proporción que relativiza considerablemente su importancia en una población de 700.000 habitantes, por no contar los de los pueblos más próximos, como la cornisa del Aljarafe.
Hubo mientras tanto una ciudad a lo suyo, con su vida de todos los días, en sus compras e incluso desbordando cultos cofrades, como sucedió en el Vía Crucis, por el barrio de La Macarena, del Señor de la Sentencia. Hubo miles de mujeres sustrayéndose a entrar por el aro, a transitar las calles por las que las consignas y reivindicaciones coreadas se esforzaban denodadamente por impresionar.
Lo bueno de la democracia es que puede ser así, es que debe ser así: cada uno va a lo que quiere o se ausenta de cuanto no aprueba. Y es esa posibilidad la que está vaciando de contenido al feminismo oficial, la que lo desinfla poco a poco, año a año, la posibilidad que le niega el refrendo de miles de mujeres que reprochan a muchas menos que ellas esta nueva forma de imposiciones, encubridora del abultado negocio de la violencia de género.
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