“Una resistencia olvidada. Mártires tradicionalistas del terrorismo”, es el último libro de Víctor Javier Ibáñez. A lo largo de sus siete capítulos y doscientas treinta páginas se detalla la ofensiva criminal de los separatistas contra un carlismo que atravesaba una grave crisis interna, en los años de la llamada transición. Esa ofensiva, con su secuencia de amenazas, agresiones, asesinatos y trasterramientos, intencionadamente ocultada por los grandes medios, explica en gran medida el cambio político en Vascongadas.
El libro se presenta este viernes a las 20.00 horas en la sala cultural La Revuelta de Sevilla. Publicamos parte del prólogo, escrito por el catedrático de Historia del Derecho Andrés Gambra.
El lector tiene en sus manos un estudio espléndido, valiente, que se adentra con acopio de datos en una página estremecedora de la historia reciente de España. Estremecedora por dos órdenes de motivos: primero porque su objeto es una modalidad de genocidio controlado, aquel que consiste en la eliminación física o civil de un sector específico de población, ejecutado con el designio de alterar la configuración íntima de una sociedad determinada y las actitudes de sus miembros. También porque, como suele suceder en esa clase de exterminios de baja intensidad, su ejecución se ha visto rodeada de un silencio ominoso, conseguido gracias a la generación de un ambiente de miedo colectivo, asociado a la aplicación sistemática de represalias, y a la colaboración de sectores de poder influyentes, interesados de un modo u otro en controlar y embozar los efectos desestabilizadores que en condiciones normales produciría un proceso de esa naturaleza.
Desde el gobierno y por casi todos los grupos afines al régimen, de un signo u otro, se repite, a modo de mantra, que la etapa dolorosa del terrorismo de ETA se ha clausurado con éxito y que lo pertinente, para evitar tensiones estériles o eventuales rebrotes, es hablar del asunto lo menos posible y, singularmente, de las víctimas; un “pacto de silencio” no escrito al que se han adherido masivamente los medios de comunicación. La realidad, sin embargo, es muy diferente, pues sucede que la acción terrorista, que se ha prolongado a lo largo de casi medio siglo y cuenta en su haber con más de novecientas víctimas, ha sido extremadamente eficaz y muy rentable para las fuerzas políticas que, en la sombra, se han aprovechado de ella. Nada más huero en efecto, e hipócrita, que la afirmación irénica de que la vía del terrorismo es contraproducente a la larga y no ha dado frutos en España. Inclusive desde instancias gubernamentales se emiten, no sin cierto rubor, enunciados triunfalistas sobre el cese de la acción terrorista. El hecho patente es que la ofensiva de ETA ha conseguido alterar gravemente la capacidad de resistencia del pueblo español y con ella su sentido de la dignidad y de la justicia, y ha propiciado deslizamientos de alcance tectónico en los planteamientos políticos de sus clases dirigentes, hoy más que nunca dispuestas a prestar oídos sordos a todo lo que no sea su supervivencia en el poder; también en el modo de entender la identidad de España, cuya unidad se encuentra hoy cuestionada en tal medida que la posibilidad de su desmembración se ofrece verosímil en términos inimaginables hasta tiempos no tan lejanos. Las altas instancias, con intensidades varias que se entrelazan con intereses en su fondo muy parecidos, se muestran dispuestas a hacer enormes concesiones a los nacionalismos y, en esa dirección, el testimonio de las víctimas se ofrece tremendamente molesto. De ese sustrato mental, en versión desalmada y paroxística, dan cuenta los tuits sobre Irene Villa del podemita Guillermo Zapata.
La atención de Víctor Ibáñez, en el marco amplio de la acción criminal de ETA, se centra en un segmento concreto de sus víctimas, el integrado por personas vinculadas al tradicionalismo, en parte principal de adscripción carlista, habitantes de Vasconia y de Navarra. La actividad criminal de ETA se ha cebado tanto en antiguos carlistas, alejados de una militancia efectiva, como en quienes perseveraban en un carlismo plenamente operativo. No se trata de agresiones casuales sino dotadas de alto sentido, según demuestra el autor, debido a la significación de ese colectivo en la sociedad vasco-navarra.
El libro propone una visión sistemática de las circunstancias que le ha tocado padecer al carlismo en una etapa particularmente dramática de su historia. Etapa amarga y oscura, porque los carlistas que habían ofrecido su vida generosamente en defensa de la España tradicional y católica durante la Cruzada de 1936, y repetidamente durante del siglo XIX, atravesaba tiempos oscuros cuando se desencadenó la fase inicial de la ofensiva criminal de ETA en su contra, proceso que se escalonó entre 1961 (primeras amenazas explícitas contra el carlismo) y 1975 (primer asesinato de un carlista). Hallábase entonces sumido el carlismo en una etapa de división interna y confusión ideológica, fruto a su vez de la profunda crisis espiritual que comenzaba a instalarse la sociedad española de resultas del impacto triunfante de la ideología liberal y de actitudes morales de signo cada vez más relativista, todo ello unido al debilitamiento de la ortodoxia católica que el posconcilio había traído consigo y de los devastadores efectos que acarreó el cuestionamiento, en muchos niveles y desde muchos frentes, del significado católico de su historia y de la reivindicación de su restauración.
No contaban entonces los carlistas con la simpatía del régimen de Franco en trance de extinción, menos aún con el de las fuerzas políticas emergentes que no tardarían en imponerse; tampoco con la Iglesia, bastantes de cuyos mentores se alineaban con el cardenal Tarancón en el empeño por pasar página y subirse al tren de la historia. Los carlistas, aunque se hallaban en horas bajas, eran todavía una fuerza significativa en Vascongadas y en Navarra, donde las viejas estirpes carlistas, socialmente heterogéneas, representaban en términos de presente el espíritu de la Vasconia genuina y del Viejo Reino: eran los testigos del régimen de cristiandad, allí donde había sobrevivido con más fuerza a los envites de la revolución contemporánea. Formaban una fuerza menguante pero rica en potencialidades difíciles de calibrar, desdeñada y la vez temida por las fuerzas liberales y nacionalistas que se estaban apoderando de esos escenarios. El carlismo era un alto referente doctrinal y moral, un movimiento que cuestionaba con autoridad los planteamientos de la Transición en marcha y representaba el último valladar frente al programa de desmantelamiento de la unidad de la patria y de sus fundamentos religiosos.
Ahí se localiza la historia que nos cuenta Víctor Ibáñez en un relato bien estructurado, ilustrado con una interpretación clarividente de los hechos. Destruir y desmoralizar al carlismo, eliminarlo y barrerlo de la escena, o mejor aún controlarlo y desviar su trayectoria hacia posiciones de renuncia y traición a sus ideales, demostró ser una maniobra acertada, eficaz en orden a la eliminación del más profundo estrato moral de esas tierras, y un modo de apartar de la escena a quienes con su sola presencia, sea por las ideas que encarnaban o por la continuidad que significaban con su mejor pasado, eran motivo de remordimiento o de inquietud esquizoide para las tropas en auge del separatismo, de la mentira y de la apostasía. Muchos de cuyos miembros, como Ibáñez pone de manifiesto, eran gentes sin arraigo en Vasconia, empeñadas en exhibir un nacionalismo desaforado que hiciese olvidar su condición de metecos.
Página terrible porque aquellos carlistas que habían mantenido en alto la bandera de la tradición se encontraron solos, desatendidos por quienes tenían la responsabilidad de defenderles desde las instancias políticas y eclesiásticas, tanto regionales como nacionales. Persecución, muerte, aislamiento, familias destruidas, ruina y exilio, en un contexto durísimo, de hierro y polvo, que constituye uno de los escenarios más pavorosos de nuestra historia reciente. Víctor Ibáñez ha recuperado testimonios ilustrativos de lo que allí sucedió. Tras los asesinatos, las celebraciones fúnebres doloridas, con asistencia de vecinos y amigos airados y estupefactos; en un segundo momento, pronto, presencia solo de una asistencia exigua, encogida por el dolor y el miedo, movida a solo cubrir el expediente: estar ahí sin que se notara y pasar página. Sobre todo pasar página. El olvido.
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