Se va viendo uno solo para contar lo que fue aquella boda. Claro, hace ya cuarenta y ocho años. Y si yo entonces era un adolescente, eso significa que la gente a la que yo veía en el papel couché de las revistas, ya unos señores hechos y derechos, se las ha llevado el tiempo: ya no están para contar lo que ocurrió en una hermosa y feliz tarde de Venecia ni don José María Pemán, ni Antonio Mingote, ni Paco Gordillo, tampoco Bermúdez, los padrinos, ni siquiera el sacerdote, el padre Cenobio. Apenas queda nadie de la boda en San Zacarías y el banquete en el Danielli… menos mal que sí vive mi querido César Lucas, cuyas fotos guardaron para siempre la embrujada luz de los canales al paso en góndola de los novios. Pero se nos fue sin embargo quien mejor escribió el silencio de la más sonada noticia: Yale.
¿Cómo explicar a las nuevas generaciones que ahora llenan los teatros y auditorios donde actúa su ídolo sin épocas -de ayer, de hoy y de siempre-, lo que fue su boda, lo que lió su boda, lo que se publicó su boda recogida en monográficos por las portadas de La Actualidad Española, Sábado Gráfico, Garbo, Diez Minutos, ¡Hola!, Semana, Lecturas… Por todas partes fue la boda.
Se va viendo uno solo para contarlo. Y se ha ido mucha gente que la vivió, que contempló de verdad las aguas verdes de esa bellísima nostalgia a la que llaman Venecia, esa nostalgia que guarda hoy, al cabo de cuarenta y ocho años -camino de las bodas oro-, la gran alegría del amor prometido: Raphael y Natalia siguen juntos. Felicidades.
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