Alguna vez el Aljarafe fue algo así como el jardín trasero de esta casa vetusta, hermosa y señorial que es la capital. Lo del jardín es un eufemismo inútil que afea la realidad y la deforma, porque lo que el Aljarafe tuvo siempre, en realidad, fueron corralones con un rosal grande y un jazminero, por cuyas tapias encaladas corrían las salamanquesas en verano. A veces, en el corral había una higuera o un limonero lunar de púas largas y un brocal de un pozo de agua fresca en el que crecía el culantro, sobrevolado en ocasiones por una parra de uvas dulces y tersas que llegaban amoratadas a diciembre antes de hacerse pasas.
Hoy, aquel corral en el que menudeaban las gallinas, las palomas y los conejos y con una techumbre para cobijar a las bestias que se usaban en el campo, es un espacio transformado en “chaleres” y adosados por causa de la rebosante expansión urbana.
Mucho de todo aquel aire rural que inundaba a Sevilla desde el Aljarafe languidece ahora en la memoria. Y, sin embargo, aún quedan albercas y viejas norias que dejaron de funcionar hace años, molinos de aceite que sólo muelen sueños en el olvido, quejosos lagares de mosto y viejas bodegas transformadas en restaurantes para el asueto dominguero que anuncian carnes a la brasa y gambas de la cercana Huelva.
Suena lejano, como de otro tiempo, pero el Aljarafe aún existe, con sus pueblos engarzados por la retícula de naranjales y olivares. Un signo indiscutible de su existencia es el mosto joven que aún puede degustarse en casi todos los pueblos de la zona al llegar septiembre y lo menos hasta enero o febrero, si no más tarde. El día que desaparezca el mosto, habremos firmado el acta de defunción del Aljarafe como lo conocimos. Y de toda una época.
Por fortuna, aún perviven taberneros antiguos, de camisa limpia y remangaos, que cada mañana resumen en dos palabras sobre una pizarra, con letras desiguales y una tiza sobre la oreja, el reclamo más escueto, exacto y noticioso a la puerta de su negocio: “Hay mosto”.
Así de simples son aún algunas cosas en el Aljarafe. Hubo un tiempo en estos pueblos en que esa leyenda habría resultado redundante, como si en el brocal de un pozo alguien hubiese escrito: “Hay agua”; o a la puerta de la Iglesia el sacristán hubiese puesto: “Se dicen misas”. Pues toma, claro, no se va a bailar la yenka.
Hoy, en cambio, aquel viejo aviso de nuestra infancia reúne telarañas suficientes como para otorgarle el distintivo novedoso de lo artesanal, asolerado y legendario al que aspiran ya hasta algunos refrescos de cola. Sólo en esas dos palabras se condensa el orgullo antiguo de estos viejos bodegueros que, a la vez que un negocio, unas cuantas botas, unas viñas y un lagar, heredaron de sus abuelos el amor por las tradiciones y por las cosas bien hechas. Por eso indicaba que el día que desaparezca el mosto habremos firmado el acta de defunción del Aljarafe.
En torno a ese vaso de mosto, frutal y fresco, en el Aljarafe se han arreglado siempre muchas cosas. Vino igualitario y sin la nariz respingona de otros caldos que pretenden alcurnia, el mosto, que nunca reclamó catavinos ni sofisticadas copas aquejadas de la anorexia del cristal de Bohemia, reunió siempre por igual en los inviernos de las amanecidas de escarcha, al alcalde con el carbonero de boliche y cisco picón, al médico con el tractorista y al cura con el ditero de la bicicleta.
Nada más democrático y progresista, pues, que ese vaso de mosto que, en manos de gente humilde de pelliza y gorra, desafiaba cada tarde en los casinos y tabernas del Aljarafe la prohibición de ejercitar lo más sospechoso para toda dictadura que es el don de hablar.
Muchas de las bodegas y tabernas del Aljarafe ofrecen vino y sólo vino, a palo seco. Si acaso unos altramuces o unos frutos secos para acompañarlo. Bueno será, por tanto, acompañarlo con una caldereta de cerdo o de cordero, tan típicas de esta zona; o mejor, de un tostón al aljarafeño modo, que no es el cochinillo del norte, sino el pan llamado boba o media boba regado con aceite, de oliva por supuesto, y con unas sardinas hechas en la candela.
A estas alturas, habremos regado el paladar con el sabor antiguo del buen mosto y la memoria con estampas teñidas por el sepia de los años contemplando a un tabernero que anota con tiza un precio parco, escueto, sobre el mostrador de madera untada o sobre el bocoy mismo del vino adornado con una estampa rociera en el que un cartel recuerda que “Faltan 190 días” para que el aire de la marisma bese a la Virgen, allá en Almonte. Hay que rescatar esos templos laicos del mosto, los de la infancia perdida, que son catacumbas que el tiempo va enterrando sin que apenas nos demos cuenta.
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