Toros en Sevilla: Morante, Dios del Toreo
Le cortó el rabo a un gran toro de Domingo Hernández (Garcigrande) tras superar con el capote la excelencia torera y bordar una faena primorosa con la muleta

Tenemos que reconocer, amigo lector, que cierto pudor de creyentes nos impidió poner el titular que ahora puede usted leer en esta crónica cuando el año pasado la espada privó a Morante de la Puebla de cortar un rabo en la Plaza de la Toros de Sevilla, la de la Real Maestranza de Caballería.

Pero lo ocurrido hace unas horas en el coso del Baratillo nos obliga a despojarnos de él. Porque lo que ha hecho Morante sólo está a su alcance. De nadie más. Sólo al alcance de un torero total y absoluto. Del único torero total y absoluto. De un Dios del toreo. De Don José Antonio Morante Camacho, de la Puebla del Río, provincia de Sevilla.

Apoteosis del toreo capotero, competencia en los quites en un tremendo “aquí estoy yo”, variedad de lances, de pases, dominio del toreo -de los tiempos, de los terrenos, del ritmo- para saber someter al toro. Y todo ello pasado por el tamiz que sólo tienen los elegidos y que convierte todo ese esfuerzo en obra de arte.

Habían pasado cosas en la corrida de Domingo Hernández, décima del abono. De entre todas ellas, una pudo ser trascendente: Los hermosos lances que Juan Ortega le había dado al tercero, templados, lentos, más lentos aún. Y cómo lo había llevado al caballo por delantales y verónicas para que recibiera el segundo puyazo. Morante, picado, salió a hacer su quite, grandísimo, por chicuelinas. Y el trianero le respondió por verónicas. Y como en el primero y el tercero tambien habia habido capote de por medio, la crónica estaba destinada a titularse “capotes sublimes” o algo así. Pero…

Salió el cuarto, de nombre Ligerito, y Morante, aún picado, lo saludó con unos afarolaos al hilo de las tablas que encogieron el corazón más sano. Las verónicas y la media posterior encendieron la mecha de la locura que ya no se apagó. El toro iba bien, tanto que ni el más observador había tenido tiempo de testar qué pitón era mejor o si el motor iba a tope o no. ¿Pa qué? ¿No ves lo que está pasando? Si eso puede pasar es que el toro es bueno ¿no? Y vaya si lo fue. Las cordobinas abrochadas por una revolera convertían la plaza en un manicomio a la vez que un valiente Urdiales quiso demostrar en su quite que él no era un convidado de piedra en el recital de toreo de capa. Recibió como respuesta de Morante unas gaoneras de cartel ante las que la gente sólo pudo llevarse las manos a la cara, saltar sobre sus asientos, reír nerviosamente, bramar, llorar

Cuando Morante cogió la muleta, el temor a que el toro se viniera abajo no fue sólo cosa de uno. El primero de la tarde y el sainete del día anterior estaban frescos. “Una serie por cada pitón, espadazo y dos orejas”, musitó un vecino de localidad. Jí, ome. En eso nada más se va a quedar Morante

Le costaba a Ligerito llegar al tercer pase por quedarse muy cerca, solucionado con perder un par de pasitos para poder ligar. Serie por la derecha enjaretada de forma colosal. Ahora por naturales. La faena seguía y seguía y subía de tono y el toro aseguraba que nunca dejaría de embestir. Otra vez por la derecha, con un cambio de mano monumental, ya para tirar del repertorio de remates: trincherillas, molinetes, belmontinas… Y todo a un ritmo perfecto, con cadencia, reunión y aprovechando hasta sus últimas consecuencias la continuada embestida del de Domingo Hernández. Con la espada de matar en la mano, los máximos trofeos se vieron con claridad con unos soberbios naturales, uno a uno y de frente, portentosamente de frente.

El toro dobló no más recibir un soberbio espadazo y el presidente, José Luque Teruel, se unió al alboroto dejando flamear los pañuelos de los tendidos un rato para sacar los suyos, dos a la vez y el tercero después, puesto de pie y bajándolo desde encima de su cabeza, como un golpe contra la barandilla del palco, entre el delirio de la Plaza de Toros de Sevilla.

Después de lo contado hubo quien se fue con el pañuelo en la mano. Y no para pedir la oreja… Pero quedaban dos toros.

Había que ser valiente y estar muy dispuesto para torear después de lo ocurrido. Y ese fue Diego Urdiales. Su enemigo le brindó un buen pitón derecho y por ahí dio una buen tanda, con todo el gusto que rezuma el toreo del riojano. Pero se atascó y no acabó de redondear su faena, que finalizó con un estoconazo. El segundo, el más malo de la corrida, manseó desde la salida y aunque después de trabajarlo mucho le arrancó una serie de derechazos, el toro se fue rápidamente a las tablas y las recorrió hasta llegar a la puerta de toriles, donde tuvo que matarlo después de un intento fallido en las tablas del tendido 6.

De Juan Ortega ya hemos contado algo. Es una delicia ver cómo torea de capa y la suavidad con la que hace las cosas, pero o da el paso adelante o se quedará por el camino. El sexto fue un aceptable toro al que sólo le dedicó pinceladitas toreras, con mucho gusto, pero pinceladitas. Y el tercero fue un buen toro al que no supo aprovechar por equivocar los terrenos. Y eso que Morante se los había mostrado en su quite de la apoteosis capotera.

Acabamos con el primero de Morante, con calidad en la embestida bien aprovechada por el matador, pero con poca fuerza. De repente se paró, y no llegó ni siquiera a poder probarlo por la izquierda.

Larga nos ha quedado esta crónica, antítesis de lo que demanda el soporte digital. Espero que nos perdone paciente lector, pero tenemos que decir algo más: Cuando dentro de 100 años se hable de la Tauromaquia -siempre y cuando los enemigos políticos, irredentos sectarios de manual y pastillita con sus componente ideológicos, lo permitan-, los aficionados leerán y verán a Morante de la Puebla como nosotros leemos -y en algunos casos vemos- a Belmonte, Joselito, Guerrita o Mazzantini. Disfrutemos de la gran suerte de haber sido coetáneos y de poder, por tanto, asistir a cómo se escriben páginas de la Historia delante de nosotros.




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