Me lo contaron hace años desde las bases de uno de los principales partidos: que la gente seria y formal ya no quería meterse en política. Y estaban en lo cierto. Nadie que tenga un verdadero prestigio en su campo profesional, nadie que venga por derecho y de frente en la vida, con honradez y veracidad, quiere que lo trinquen para ser político. Y así ha quedado el panorama: libre para arribistas, aprovechados, corruptos, mangones, incompetentes, ávidos de figureos y hambrientos de una notoriedad pública que jamás habrían conseguido en sus ámbitos particulares.
Ahora, encima, han ido a parar donde jamás se hubieran imaginado: con las manos llenas de un instrumento como el estado de alarma, que se ha vuelto peligroso y temerario cuando ellos lo manejan. De unos a otros se están pasando una ambición desmedida por mandar sobre todo un pueblo, conduciéndolo como ovejas guiadas por sus catetos voceríos de pastor.
Los mejores ya no se apuntan a esto. Los más destacados y relevantes se quedan a serlo en lo suyo. Han dejado el campo abierto para que los más rudos de boina nos hagan comer hierba.
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