Sevilla no se casa con nadie, y quien por su esposo se tuviera debe saber que la infidelidad es la belleza de Sevilla: sus deslices con la luz y el aire. Y todo lo demás que hagamos con ella, por mucho que sea, no pasa de haberle robado un beso a oscuras, un beso inolvidable que no hay quien se saque ya de la memoria del callejón de sus jazmines. Escribiéndola, pintándola o cantada, Sevilla es de todos y de nadie. Aunque, eso sí, sea más de unos que de otros, como siempre le pasó a Jesús Martín Cartaya, el que con ella se veía en secreto, cuando nadie estaba pendiente, libres los dos de miradas. Y si los encuentros habían de darse con todo el mundo por testigo, Sevilla le daba a Jesús las claves amorosas y cómplices que los demás no advertíamos, en un idioma secreto a base de gestos y miradas como el de las damas con su abanico.
Jesús Martín Cartaya es una rúbrica de juncia y romero. Es una firma por naturales en La Maestranza. Una hendidura en plata repujada de varales. Un trazo de albero por la Feria. Y pronto será una calle en la ciudad de sus andares incansables de romántico persiguiendo a su amada.
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