Después de escucharlo con Évole, se diría por Miguel Bosé que el ser humano no está preparado para ser artista, que por lo visto y salvo contadísimas excepciones ha de ser “ayudado” por estímulos poderosos y secretos en los momentos creativos de la inspiración y de la actuación. Se diría por Miguel Bosé, pero también por tantos que se han asistido de una vida vertiginosa para conseguir afrontar el precipicio del éxito. Las drogas, el alcohol o el sexo practicado de manera insaciable, están esparcidos -como los restos de un bote de barbitúricos– por cientos de biografías, muchas de las cuales han acabado de manera tan dramática como similar: a la orilla de las sábanas en las que aparecieron naufragados y sin vida esos juguetes rotos que terminaron siendo muchas estrellas.
Lo más suave que se oye es que hay escritores que no saben escribir sin tabaco, y otros que dicen aferrarse a las antiguas teclas de su máquina, incapaces de hacerlo en ordenadores. O canciones imposibles desde la felicidad personal, pero que salen de un tirón con un desgarro sentimental. “Devuélvame mi depresión, que no compongo”, dijo alguien a su psicólogo.
Los artistas suelen estar llenos de manías, respetan ciertas supersticiones y expulsan de su más íntimo entorno todo lo que se dice que trae mala suerte. Y muchos de los mejores han confesado experimentar que nada más conveniente para adueñarse de la luz y de la inteligencia, que tocar fondo y atreverse a bajar a los sótanos más oscuros. Ahora lo ha vuelto a confesar Miguel Bosé.
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